Os dejo un relato con trece capítulos que fueron naciendo en las distintas semanas que estuvimos bajo el Estado de Alarma. Espero que os guste.
EL AMOR EN LOS
TIEMPOS DEL CORONAVIRUS
CAPÍTULO I (73 KM.)
¿Existe un banco en el cual depositar los abrazos y besos no
dados?
¿Un banco en el que se puedan
recuperar esos abrazos y besos con intereses?
Esta mañana he recibido la fatal
noticia del fallecimiento por coronavirus de Armando De La Torre, profesor mío
en secundaria y padre de Luis. Días como hoy, aunque no tenga jurisdicción en
el pasado, es inevitable que mi memoria no se precipite por esos lugares
pretéritos.
Armán, así le llamábamos, fue mi fuente de inspiración y
el artífice de mi dedicación a la docencia de Matemáticas, aunque la verdad,
pienso que parte de culpa de mi decisión
de estudiar la carrera de números, también la tuvo Luis De La Torre.
Luis y yo, teníamos como amante
común a los números. Nos pasábamos tardes enteras navegando en la literatura y
poesía que tras de sí deja el 2, único número par y primo, o el 6, el primer
número perfecto. Los minutos calaban sin compasión en aquellos momentos
compartidos. La paradoja era, que lo que tanto nos unía, también nos
distanciaba.
Una tarde, en el que ya estábamos
en el último año de carrera, fui a su casa con la intención de pedirle
matrimonio o algún familiar semántico de la palabra. Le llevaba como regalo “El
amor en los tiempos del cólera”. Tantos años juntos, y nuestros labios eran
una función que se perdía hasta el infinito en una asíntota, condenados a estar
muy cerca, pero sin tocarse.
Aquella tarde primaveral, marcada
en rojo en mi calendario, como el primer día del resto de mi vida, me quedé
muda, sin articular palabra, y Luis llenó ese silencio con axiomas, corolarios,
lemas y teoremas que nada tenían que ver con la vida que esa tarde quería
comenzar. Sus padres me invitaron a cenar, negué la invitación con la cabeza,
hasta la puerta me acompañó Luis, clavé mi mirada en sus ojos, me regalo una
sonrisa, y un… Y yo atrapada en un silencio en donde anidaban infinitos “te
quiero”.
Y la vida siguió al ritmo del
juez incorrupto del tiempo que marca el reloj.
Él se casó por obligación con una
alumna de segundo año de carrera que dejó embarazada. No asistí a su boda, me
inventé un viaje a ninguna parte en particular. Yo, también me casé, sin causa
conocida con un primo segundo. Su familia sí estuvo en mi boda.
Luis se divorció, su mujer perdió
al niño a los seis meses de gestación, yo me divorcié, sin otro motivo por no
seguir viviendo un período de mi existencia multiplicado por cero. Una vida
llena de nada. Un vacío que camuflo con mis clases de Estadística en la
Universidad de Vigo. Ahora ni eso. El estado de alarma me obliga a estar
enclaustrada en mi piso. Releyendo “La Sucesión de Troncolari Supermirafori”, repitiendo películas antiguas y la serie
“Mujeres desesperadas”. Instalada en un presente continuo en el que no entiendo
cómo puedo resistir sin respiración artificial.
De vez en cuando, escudándome en
motivos académicos me comunico con Luis, él trabaja en el Departamento de
Matemática Aplicada de la Universidad de Santiago. Por veces hablamos largos
ratos. Ahora se maquilla en mi cara una sonrisa, porque en una de esas
conversaciones salió a relucir el número sesenta y nueve, en el que encontramos
la belleza de ser el único número, “único”, cuyo cuadrado y cubo,
contiene todos los dígitos del 0 al 9 sin repetirse.
Y ahora llega la noticia de la
muerte de Armán, al que yo también quería como un padre, y no deja más cabida
en mi mente que 73.
Setenta y tres quilómetros que me
separan del tanatorio en el que se vela el mejor profesor de matemáticas del
mundo.
¿Cómo en estos tiempos de vivir a
puerta cerrada, se pueden recorrer 73 quilómetros?
Las matemáticas no me sirven para
contestar esta pregunta, y las lágrimas me envuelven en una niebla a la que no
le encuentro el punto y final.
Envuelta en la espesa niebla me
atracó el sueño. He dormido doce o tal vez quince minutos, pero lo suficiente
para viajar alrededor del mundo. Hoy me llamaré Cristina De La Torre, y tendré
que recorrer 73 quilómetros para ir al entierro de mi padre. He hecho una
falsificación que me permite realizar este ridículo desplazamiento que en
tiempos de guerra parece un mundo. En el escrito que he hecho, las palabras se
pierden entre firmas y sellos. Ahora, solo queda arreglarse, pena que no haya
peluquerías abiertas, pero nada que no pueda solucionar la plancha del pelo y
un cepillo y … La tragedia me ha devuelto un poco a la normalidad, a la vida. Quizá,
lleguen tiempos que no se vean multiplicados por el cero.
EL NÚMERO 73: https://www.youtube.com/watch?v=R7hTUxzbH48
CAPÍTULO II (23
Centésimas.)
No soportaría el estar encerrada
en mi casa. Aún siendo tiempos convulsos, agradezco más que nunca la profesión
que tengo. El trabajar en el hospital, en primera línea de guerra sin trinchera
por medio, me da salvoconducto de movimientos. Sé que saldremos pronto de esta
pesadilla, no sé si enteros, o amputados, al igual que me pasó a mí unos
cuantos años atrás y que ahora prefiero mantener en la memoria del olvido. Sin
embargo, no hay día que no recuerde que lo perdí casi todo, incluida a mi
familia. Todo comenzó cuando la nota de acceso a la universidad me dejó a 23 centésimas
de entrar en la carrera de medicina. De rebote, como tanta otra gente acabé en
otra carrera, en donde mi brillante expediente de secundaria comenzó a
compartir colchón con los suspensos y amoríos sin amor.
El amor, una recta tangente a mi
trayectoria.
Dos años estuve en aquella
carrera, después la abandoné, al igual que a mi familia. Quise encajar en una
nueva vida con esquinas rotas por todas partes. También yo acabé resquebrajada
de cuerpo y alma, pero con un hilo de aire que me permitió preparar nuevamente
la selectividad, y obtener una calificación nueva de 23 centésimas por encima
de la nota de corte a la carrera que siempre quise cursar. (23 Pares de
cromosomas somos). Maldición y bendición ese 23, que me llevó a conocer el
ínfimo filo entre el que se mueve la
suerte o la desgracia.
Acabé la carrera, especialidad
oncología. Hice medias paces con mis padres, todo parecía volver a la
normalidad, pero sin ser ya nada lo mismo. Compré un piso para mi sola, aunque
no me adapto a convivir con la soledad. Por ello paso el máximo número de horas
que puedo en el hospital. Soy el comodín de las guardias de mis compañeros y
compañeras.
“Tú tienes la mejor receta para
curar”, me dijo el padrino de mi graduación. Esa medicina, según mis pacientes,
es mi mirada que viaja en armonía con mi sonrisa, quizá una pose que esconde
cicatrices de guerra.
El mes pasado le dimos el alta a
una paciente que me marcó estos últimos meses. Una niña de ocho años que superó
una leucemia.
“Vamos a darle vida”, le dije. Y
dibujé entonces, dos pequeños círculos, un triángulo y una esfera en algún
lugar del garabato, y se lo volví a enseñar:
Cuando se fue, no sé quién de las
dos se vino a despedir de quien, pero nunca en mi vida un abrazo desde tan
abajo, me supo a tanta vida, a tanto futuro. Tras unos minutos tuvimos que
separarnos. Me quedé en cuclillas mirándola como se perdía a lo largo del
pasillo, caminando entre los padres pero sin darle la mano, pues quería tirar patosamente
de su mochila con ruedas, de las que sobresalían cabezas, brazos y piernas de
peluches, y en la parte de red de fuera de la mochila se insinuaba el garabato curado,
donde dejé mi mirada clavada, sin darme cuenta si ella llegó a girar su cabeza.
Algunas veces, esta vida en el hospital,
me recuerda al poema de las golondrinas de Bécquer.
Y ahora, en estos tiempos de batalla
sin pausa, donde esquivar balas víricas es una profesión, al igual que
ordenarse en este caos de ir y venir por los corredores colapsados del hospital, siento que ya no me quedan
miradas ni sonrisas analgésicas. Todo va muy aprisa en este “big-bang”, donde
una camilla con un paciente, provocó en mi mente una gran explosión interna que
me precipitó sin misericordia a los
tiempos de las 23 centésimas. En esa camilla iba Armando De La Torre. Ex suegro
y padrino de mi boda.
EL NÚMERO 23 ¿MALDICIÓN O
BENDICIÓN? :
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https://www.youtube.com/watch?v=HmKkVY7I7Ss
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CAPÍTULO III (El 8
dormido.)
Tal vez delire,
pero juraría que la chica de bata blanca que clavó una dulce mirada en mí era
Clara.
¿Clara? La
recuerdo como una de las personas más infelices que he conocido en esta vida
que agoniza. Fui padrino de su boda con mi hijo. Un enlace que nunca he
entendido, y cualquier espejo, por malo que fuera, reflejaría que aquella relación estaba
condenada a desaparecer en mitad de la nada. Meses después, me di cuenta que mi
hijo se casó para eclipsar comentarios y no le afectaran en sus investigaciones
y clases. Clara y su embarazo fueron elenco de una serie “B”, donde el actor
principal, siguió su viaje sin equipaje ni carga alguna. Ese viajante sin
maletas, era mi hijo Luis.
¿Luis? Ha nacido
con alma de número. Más de una vez, quise dibujarle colores en el lienzo
infinito de la belleza de las matemáticas, pero él siempre hizo trampas, y
utilizaba el cálculo como una herramienta de crecimiento personal. Cada día me
inventaba historias, que acababan derrotadas en el sofá de la resignación. De
ahí, que él me viera como un simple profesor de secundaria, siempre se ha
enfrentado a mí, y sin embargo, al igual que yo se vio apasionado por las
matemáticas, pero era una pasión desapasionada, él, al igual que a Clara, y que
a todos, utilizaba los números a su antojo, sin saber calcular límites en el
libro del “vivir”. Pero como decía mi mujer, “para el sapo siempre nació una
sapa”, no sé de dónde pudo rescatar ese dicho. Y entonces encontré para él a alguien con la misma alma, (una sapa), una
persona en que la existencia se resuma en una ecuación diferencial. Era una alumna que tuve desde 3º de la ESO hasta
2º de Bachiller. Su nombre es Cristina Valle.
¿Cristina? Una apasionada de la estadística y
familiares cercanos. Llegaba a resultados de forma que ni a mí se me ocurriría.
Tenía una destreza mental fuera de lo común. Con todo, disfrutaba yo más que
ella del camino al que llegaba a tan magistrales resultados.
Ella se casó poco después que Luis, y ese día me di
cuenta que tampoco sería feliz con su pareja, de hecho, el más insignificante
motivo era pretexto para acabar hablando con mi hijo.
¿Cristina y Luis? Estudiaron en distintos centros en
secundaría. La primera vez que coincidieron fue en mi coche. Nos dirigíamos a
Santiago, a las Olimpiadas Matemáticas gallegas de tercer curso de secundaria.
Los dos viajaban en los asientos traseros. Por el espejo retrovisor veía que
cada unos iba inmerso en sus pensamientos. Ambos pasaron a la fase nacional, en
la que Cristina resulto ser ganadora. Desde ese día, hasta que acabaron la
carrera se buscaban, y se encerraban en un mundo encorsetado a su medida, en
que muy pocos mortales podrían sobrevivir. A Cristina la tenía como una hija
más. Con el tiempo descubrí, que eran como dos almas idénticas pero…, me
recordaban a los personajes de Mattia y
Alice, del libro de Paolo Giordano: La soledad de los números primos.
Nos encantaba invitar a Cristina a comer y a cenar,
aún estando ella y Luís inmersos en sus conversaciones herméticas. Además de
Cristina, la única que entendía a mi
hijo era Lucía.
¿Lucía? Mi
mujer, el oxígeno en estos últimos 46 años. Sin duda la persona que más echo en falta en estos
momentos, y mucho más al saber la impotencia de esta obligación de estar separados
por un pañuelo lleno de rosas con espinas.
Cuando me operé
hace cinco años de mi cáncer, no se separaba de mi lado, cada vez que abría los
ojos, allí estaba ella, era, como si comenzara una nueva luna de miel, y
aquella habitación sanitaría parecía una suite donde el personal del hospital semejaban
intrusos. De vez en cuando, volvía a la realidad. Lucía era reemplazada por
Leonor.
¿Leonor?, mi
hija. Pienso que a su manera es feliz con su marido Jorge, aunque siempre están en tensión con sus dos hijos
mellizos, Carlos y Patri. Por otra parte, la alegría de los domingos cuando
vienen a comer con Lucía y conmigo.
Y, ¿yo?, pienso
que fiel a mis principios, si es que los he tenido, enfrentándome al oleaje de
unos malos recuerdos mezclados con los buenos, en los que últimamente reposan
mis nietos, y en casi todos los demás “Mi Mujer”. Compañera incansable de viaje, que
no me ha dado motivos de izar velas para navegar a otras islas perdidas en
océanos cualquiera. No obstante, hoy me siento polizón solitario de un viaje
para el que no he quitado billete a un mañana que puede ser nunca, y así, de
polizón me han ido llevando de una sala a otra, al tiempo que con cuatro o
cinco trazos de brocha gruesa iba repasando una vida en la que ya pido prórrogas,
aún a sabiendas que esta vez, me toca dormir, no con Clara, sino solo, ni unas
horas, sino el tiempo que duerme un ocho mal dibujado, mitad dorado y otro
medio plateado, coloreados por cada uno de los mellizos. Regalo, del último
domingo de febrero.
Me juzgarán de rara, pero me
gusta este ritmo frenético que llevo en el hospital desde que empezó esta
guerra biológica. No me deja tiempo para casi nada, pero así me olvido un poco
de la soledad.
Ayer un compañero de guardia, me
dijo que me iba a invitar a una suculenta cena cuando todo esto acabase. Uno de
los innumerables planes que surgen en estas épocas. Por lo que su convite
generó en mí una actitud indiferente. De allí a un rato, me dijo, “¡Ostia
Clara, no me mires así. Si tal me pongo enfermo para que me regales una de tus
analgésicas miradas!”
Mi mirada no estaba clavada más
que en mi pensamiento. Todavía estaba por descifrar las sensaciones que estaban
causando al resto de mi alma la noticia con la que empecé este mediodía.
Amando De La Torre había fallecido. No tengo
claro si ir al tanatorio con lo difícil que está el tema, o si llamar a Lucía,
su mujer, con la única que he seguido manteniendo contacto de la familia. ¡No
sé qué hacer!
Habían colocado un laberinto de
biombos a la puerta del tanatorio. El operario que estaba en la entrada, tardó
una media hora en autorizarme el acceso. Antes me había explicado que una vez
que entrara no me volviese sobre mis pasos. Si llegaba al lugar donde se velaba
el cadáver no permaneciera allí más de cinco minutos, y siempre guardando las
distancias fijadas. En caso de dar con otra de las salidas, volvería a entrar
por el mismo lugar.
Aún no había llegado a ningún
cruce de caminos, donde otro operario vestido con un traje de color blanco fuera
de época, me dijo: “No moleste al Doctor en Ciencias Matemáticas Luis, que está
aplicando “La Gran Ecuación Diferencial”, por la que estuvo luchando en todos
estos años de estudio.
La verdad que tanto la primera explicación como la segunda, compartían alcoba
con la confusión. Al primer cruce que llegué, se bifurcaba en tres
posibles direcciones, mi mente viajó a un mundo de cálculo de probabilidades,
en el que mis conocimientos no eran demasiado altos. Dos años de carrera no
daban para ser una erudita en el tema probabilístico, pero sí una luchadora.
En mi deambular azarístico , vi
llegar como un huracán en sentido contrario, a Luis, tirándome en su fuga del abismo contra
una de las paredes de aquellos laberínticos pasillos. Detrás de él, un hombre
de bata blanca ensangrentada, que detuvo su carrera para levantarme y decirme,
“elige bien el camino o acabarás devorada. Los muertos también se alimentan.”
Me quedé petrificada, sin ser
capaz de girarme y volver sobre mis pasos. Como todavía no me había convertido en
estatua de sal, tuve que seguir con la mirada fijada hacia delante, dilucidando
en cada encrucijada qué camino seguir. En mi mente se dibujó un plano que viera
en una página de internet, que visito con frecuencia para pasar el rato
resolviendo enigmas. Accedo a ella escribiendo en el buscador de Google: “desafiando tu mente”.
al queso, y no sea devorado por el
El gato ahora es un hambriento resucitado ajustándose a una ecuación diferencial diseñada por Luis, pero
con alguna condición inicial fallida. Y yo, un ratón desorientado.
En mi huída hacia adelante me vi
cegada por un relámpago, seguido casi al instante por un trueno que dejó todo
el tanatorio en tinieblas. Comencé a respirar profundamente, mi respiración no
evitaba que escuchara rezos en latín por los distintos pasillos del laberinto,
y susurros que no parecían proceder de ningún humano.
Ahora una sirena se unía al
concierto de ruidos…
Una llamada del hospital me
devolvió al mundo de los vivos. La ducha, además de balsámica sirvió para
deshacerme de las lagañas de mi angustioso sueño. En el desayuno pensé en el
relato, Lascilanea, que dejé a medio destripar la noche anterior. Me quedé dormida en mitad de la lectura.
Por la tarde, volveré al hospital,
mientras tanto aprovecho para terminar de leer la inquietante historia, que
junto al desafío laberíntico, formaron un cóctel molotov que desembocó en una noche
inquietante vestida de pesadilla.
<< Lascilanea
PRIMER
DÍA
Juan, cuando llegaba por las sinuosas carreteras
que bordeaban el monte, observaba como detrás de la niebla se insinuaba el
pueblo. Se sorprendía del cambio que
había sufrido Lascilanea en las últimas dos décadas.
Pasaron de 15000 habitantes a apenas 1000. Parecía
un pueblo fantasma, coronado por la abadía en la cumbre del bosque, que también
funcionaba como hospital. El instituto, en el que había estudiado dos décadas
atrás, ya no existía. Se había transformado en una pensión de paso,
en la que también se comía. Juan se iba
a hospedar al menos cuatro días.
Estaba ansioso de ver a los compañeros de la
promoción de su bachillerato 20 años después. Casi todos se habían marchado
para la capital a proseguir con sus estudios o a trabajar. Pocos quedaron en
aquel pueblo, que a menudo desaparecía bajo una espesa niebla, que semejaba la
Transilvania del Conde Drácula.
Una vez instalado en la pensión, programó una
tarde de paseo por el pueblo, y por el frondoso monte, a las faldas de la
Abadía. En su paseo se encontró a un viejo compañero del instituto, Amancio,
que recogía leña para llevar al monasterio. Cuando Amancio vio a Juan, tuvo la
intención de huir, pero al final se quedó un rato escuchando, sin articular
palabra, semejaba extrañado y asustado.
-
¡Cómo me alegra verte!
¿Qué tal te ha ido todo? – Preguntó Juan, esperando alguna
respuesta. Pero aquel hombre de pronunciadas
ojeras, dio la vuelta y se fue con andar rápido, cargando un exagerado peso de
leña que llevaba para la abadía.
SEGUNDO
DÍA
La cena de los bachilleratos, se celebró bajo un
ambiente agradable, en el pabellón municipal, que se habría para eventos de
este tipo. Los comensales sacaron a la luz recuerdos y anécdotas ya olvidadas
por algunos. Casi en la despedida, Juan comentó que el día anterior estuviera
con Amancio en el monte.
-¿Amancio? ¿Qué Amancio? – Preguntaron
sorprendidos algunos.
-Amancio Lapuerta, - matizó Juan.
-Imposible Juan. Amancio Lapuerta murió hace poco
más de 10 años. Está enterrado en el cementerio municipal del pueblo. Le dio un
derrame cerebral o algo así.-
Una vez acabada la cena, Juan se dirigió a la
pensión entre tinieblas. No había luz ni en las calles ni en las casas. Todo estaba
oscuro, y de la oscuridad surgían ruidos
y gritos que parecían proceder de otra dimensión, lo que provocó que acabara su
camino casi corriendo. Juan fue incapaz de pegar ojo en toda la noche. No
entendía nada. ¿Amancio muerto? Acabó reservando más días en la pensión, para aclarar el cruce de
cables que cortocircuitaron su cabeza.
TERCER
DÍA
La lluvia había caído con intensidad durante todo
el día. No cesó de llover, pero fue bajando en intensidad, por lo que hasta
bien entrada la tarde Juan no salió del hostal.
El día lluvioso hizo que anocheciera antes de lo
normal. Una vez que cesó la lluvia, Juan comenzó un peregrinaje al camposanto.
Cuando entró por la cancilla descolgada de sus anclajes al cementerio
municipal, observó que no iba a ser un trabajo duro buscar la lápida de Amancio
Lapuerta, pues únicamente había cuatro pasillos paralelos no muy largos de
panteones, cruzados por otros tantos estrechos caminos perpendiculares.
Cuando empezó a leer los nombres que habitaban
sobre las lápidas por la primera de las filas, escuchó un fuerte ruido que lo sobresaltó. Quedó
petrificado por unos instantes. Después escuchó voces. Apagó su linterna, y
decidió salir por donde había entrado y dejar de lado la búsqueda del nicho en
el que supuestamente descansaba su antiguo compañero de pupitre.
No obstante, en ese momento vio como entraban dos
monjas y un hombre con bata blanca. Decidió esconderse en una de las calles
perpendiculares del camposanto. Desde allí, observaba una farola que sujetaba
un señor de mediana edad con sotana lila. Con él estaban dos hombres sacando un
ataúd de uno de los nichos. Las monjas y el médico se unieron a ellos unos
segundos después.
Juan estaba invadido por el pánico, que fue en
aumento al ver cómo se abría el ataúd.
El médico se arrodilló delante de la caja del muerto. Las dos monjas tapaban
las maniobras que hacía el médico, un
rato después, además del cura, del médico, de las monjas y de los otros dos
ayudantes que sacaron la caja del nicho, se unió otro hombre que se levantó del
féretro.
El miedo sacudió a Juan, que torpemente salió corriendo. El ruido de su huida provocó
que los dos operarios comenzarán a correr detrás de él.
Juan se introdujo en el monte que lindaba con el
cementerio, no quiso encender su linterna para no ser visto, y en la oscuridad
cayó por un terraplén que lo dejaba delante de un buen escondite, en una zona
de frondosos helechos.
Cerca pasaban las luces de las farolas que
llevaban los dos operarios a los que se le había unido el cura y que preguntaba
repetidamente a gritos, - hermano, ¿eres uno de los nuestros, vienes de la otra
vida? Si es así, únete a nosotros.
Los gritos repetitivos del sacerdote se fueron
perdiendo a lo largo del monte. Sin embargo, Juan, paralizado por el terror,
quedó escondido entre el ramaje de los húmedos helechos hasta que amaneció.
Empapado hasta los huesos, del agua de la lluvia
que no paró de caer en toda la noche y medio congelado, tanto en temperatura
como en miedo, Juan se dirigió a su habitación del hostal.
Permaneció
durante un buen rato bajo el agua bien caliente de la ducha. Después se
metió en cama, pero pensando en lo que había vivido durante la noche.
Nuevamente fue incapaz de pegar ojo.
Barajó la posibilidad de irse para siempre de
Lascilanea, pero,…
CUARTO
DÍA
Su cabezonería y afán de indagación, hizo que
volviera esa misma tarde al cementerio del pueblo.
Ya no llovía, únicamente la niebla cubría a Lascilanea. Su visita al cementerio
coincidió con un entierro, lo que hacía que hubiese bastante gente. Se sentía
más seguro que el día anterior. En su disimulado caminar entre tumbas, le
sorprendió que muchas de las lápidas estaban con manchas rojas, parecían
de sangre, momento en que escuchó, las
últimas palabras dedicadas al muerto que se estaba enterrando, “Descanse en
paz”, y esa voz… Esa voz era la misma
que había escuchado la anterior noche. Se trataba del mismo cura. Un escalofrío
recorrió todo su cuerpo, al tiempo que por fin, encontró la lápida con el
nombre de Amancio Lapuerta. Quedó aterrorizado al comprobar que había muerto 11
años antes, como le habían dicho en la cena.
Esperó que se quedara el cementerio vacío, y del
almacén del camposanto se cogió una piqueta, una maceta y un cincel.
Con golpes secos rompió patosamente el cemento del
nicho. Las ganas de querer saber lo que se escondía allí dentro lo envalentonaba. Tiró hacía fuera el féretro
que se estrelló en el suelo, deshaciéndose en
mil trizas y dejando al descubierto lo que encerraba dentro.
Juan casi se desmaya al ver lo que escondía la caja de madera, por ello comenzó a correr
hacia fuera, pero, como la noche
anterior, entraban las dos monjas y el hombre que sacaron del ataúd. Al ver
huir a Juan, el hombre se abalanzó sobre
él, con una fuerza sobrenatural que lo dejó inutilizado.
Juan fue conducido a la abadía que se asentaba en
la colina sobre el monte donde estuviera escondido la noche anterior. Allí lo
encerraron en un cuarto del hospital.
Desde su habitación, se escuchaban sollozos,
gritos que parecían venir del más allá. Por la ventana de barrotes, vio como
cuatro hombres cargaban a hombros un ataúd.
Tocaba, otra vez, una noche en vela.
QUINTO
DÍA
La luz de la mañana entraba por la mirilla de la
puerta de su cuarto. Intuitivamente se dirigió hacia ella. Cuando su ojo tomó
acomodo en la mirilla, cayó de golpe hacia atrás del susto de ver al otro lado
los ojos rojos de Amancio Lapuerta. La piel de la cara de su antiguo compañero
era blanca transparente, solamente coloreada por el rojo de especies de venas
que como ríos con sus afluentes recorrían cada parte de su rostro.
-
Esto no puede ser real.
Estoy inmerso en una profunda pesadilla. – Pensó.
Juan caía de sueño, pero no era capaz de dormir.
En un momento que se le cerraron los párpados entró un hombre con bata blanca
que llevaba bordado en el bolsillo del pecho Dr. López. Iba acompañado de una
monja que cargaba con un botequín.
- ¿Quién eres? ¿Qué hacías en el cementerio de noche? ¿Por qué
profanaste la tumba de un muerto?– Preguntó el médico.
- Dentro del ataúd no había ningún muerto, sino… – En ese momento fue interrumpido
por el Dr. López, que semejaba encolerizado.
-
¿Has visto lo que había dentro de la caja del muerto? - Juan no contestó, pero sus ojos delataban
que sí lo había visto. El facultativo siguió hablando:
-
Hace tiempo que Lascilanea se queda desierta de gente, la mano de obra para
mantener la abadía y el hospital es un gasto que no podemos afrontar, por ello,
reclutamos cadáveres que nunca han fallecido.
En el hospital, inyectamos un fármaco que dejan a
los cuerpos muertos cerebralmente, pero en unas horas, cuando pasa el efecto
del medicamento, vuelven a la vida sin apenas recuerdos pasados. Pasan a ser nuestros siervos. Además de ser
una mano de obra gratis, apenas duermen y tienen una fuerza fuera de lo normal.
El problema que se nos presenta, es que algunos se
despiertan antes de que los desenterremos y empiezan a golpear el ataúd con los
pies, manos, incluso con la cabeza, por ello que algunos de los nichos estén
teñidos de sangre. Esos cuerpos ya no los podemos recuperar. –
Juan estaba aturdido, no daba crédito a lo que
estaba escuchando. Sus ojos se resistían a cerrarse, demasiados días sin apenas
dormir. En ese momento de cansancio, el médico aprovechó para sacar del botequín que llevaba la monja una
jeringuilla que llenó de un líquido encerrado en un pequeño frasco. Después
prosiguió con su charla:
- Me encanta ser un Dios que
controla los hilos de los muertos y de los vivos. – En el instante en el que
los párpados de Juan se rindieron,
cerrándose de golpe, el Dr. López le clavó la jeringuilla en el cuello.
SEXTO DÍA
Juan despertó encerrado en un ataúd, no recordaba nada, ni siquiera su
nombre, todo era oscuridad. Por su mente formateada sólo circulaba la idea de
escapar de las tinieblas,…
SÉPTIMO DÍA
Dios descansó, … >>
¡Eureka!
He dado con la solución al desafío del ratón en el laberinto.
Los
zombies existen: https://www.youtube.com/watch?v=LyvBG-2A_s8
CAPÍTULO V (La clase
magistral.)
Apenas llevaba circulado tres
quilómetros, y ya tuve un primer control por parte de la policía local. Le dije
que iba al centro comercial que estaba a dos minutos. El municipal, empapado
hasta los huesos por la fina lluvia que
no dejaba de caer desde horas tempranas de la mañana, al comprobar que la
localidad por la que conducía coincidía con la dirección de mi documento nacional
de identidad, me dejó seguir. Proseguí con una sonrisa por lo bajo, pues por su
forma de mirarme de arriba abajo, seguramente quedó pensando si era necesario ir
tan “emperifollada” para hacer la compra. Únicamente, los guantes marcaban la
nota discordante en mi vestuario.
Ya en autopista, me dieron el
alto tres veces. En todas las paradas acompañé la esquela manipulada digitalmente de Armando con la
falsificación perfecta de la documentación conforme era su hija.
En la última parada, un guardia
civil me dijo, muy dubitativamente, que
un velatorio no era motivo para saltarse el confinamiento. Tuve que esperar que
su compañero que estaba pidiendo la documentación a otro conductor, me diera
permiso para continuar.
Muchos colores de uniforme, mas
en ninguna de las detenciones ni un triste pésame.
La vuelta no la haré por
autopista, pues ya he quedado un poco harta de tanto control. Volveré por la
comarcal que en bastantes quilómetros no atraviesa ninguna población.
Además de mis idas y venidas de
memoria al pasado, la lluvia fue compañera en todo mi viaje. Pensé en la
noticia agradable de la noche anterior, donde un anciano de más de ochenta y
cinco años abandonaba el centro hospitalario tras superar la enfermedad del
Covid-19. Me emocionan las escenas de la gente que supera al virus, andando
entre aplausos y a distancia entre el personal sanitario, de limpieza y otros
operarios del centro. A buen seguro se abalanzarían sobre ellos para darle un
abrazo infinito de gratitud, pero desaparecen por el pasillo de aplausos,
protegidos por máscaras, guantes y una batalla vencida contra el enemigo.
El trazado de la salida de
autopista es caótica, señales indicativas que despistan, y después de vuelta
viene vuelta va, desemboco en la calle del tanatorio. ¡Menos mal que no hay
tráfico!
Antes de entrar, apagué la radio.
Ni cuenta me había dado de que estaba encendida. Mi memoria la tuvo eclipsada todo el trayecto. Eché
un poco de perfume, me retoqué los labios,…
Al entrar, embadurné los guantes discordantes
con el líquido desinfectante de la entrada. Como me esperaba, en vez de salas
de velatorio, el tanatorio semejaba un palacio abandonado. Al fondo, un
trabajador de la funeraria y un cristal. Tras el cristal, Luis que estaba solo. Y tras Luis, otro
cristal, en donde estaba el féretro de Armando.
Vestimenta despistada, nada fuera
de lo normal en Luis, con máscara y guantes. No tardó en fijar sus ojos rojizos
en mí. Así permaneció por largo tiempo. Entonces sacó del bolsillo su teléfono
y lo levantó. Yo hice lo propio con mi móvil que apenas tenía batería. No tardó
en sonar.
Lo llevé a la oreja derecha y
permanecí callada dos, tres, muchos minutos escuchando un fuerte respirar que
no se dejaba atravesar por la articulación de ninguna palabra.
Entonces, fui yo con un “lo siento muchísimo” quien entre lágrimas
rompió aquella tormenta de respiración entre el mutismo. Después silencio, y
más silencio. Tres minutos, quizás siete
sin escuchar nada. Y tras otros tantos minutos, vi como dejaba caer su teléfono
y salió detrás de la barrera de cristal
rompiendo todo protocolo de lo habido y por haber. Me abrazó. En ningún momento
rechacé aquel contacto tan deseado de siempre – este maldito virus nos está rompiendo el alma – dijo. Un
operario de la funeraria, a distancia, gesticulaba como un energúmeno que nos
separásemos. Incluso, llegó a golpearnos con el mango de una fregona, pero no
se había inventado arma para romper aquel instante. Un instante, donde el lloro
perdía su identidad, sin saber si era de tristeza o alegría.
Después, ya a distancia,
estuvimos otro largo tiempo cara a cara sin decirnos nada.
Momento de "Mamihlapinatapai".
Momento de "Mamihlapinatapai".
El reloj hizo su papel de juez y
dictó sentencia. Tocaba irse.
Iba a subirme al coche, cuando
por segunda vez ese día, escuché desde
la puerta la voz de Luis.
–Cristina – Me volví. Era todo
oídos. Y nuevamente minutos de silencio, hasta que añadió:
–Gracias por venir.– Otro momento de "Mamihlapinatapai".
Camino de vuelta, no eran ni las
tres de la tarde, y aquella lluvia, además de triste convertía el día en noche.
Circulando por carreteras secundarias pensé en una de las clases magistrales de Armán.
Estábamos en cuarto de la ESO, y
nos llevara a unas fincas que formaban una gran explanada. Aún no había llegado
la primavera, por lo que ni la hierba ni pampullos, ni similares daban color a
aquellos terrenos. Delimitó con unas palos una parte del solar en figura
geométrica exageradamente irregular. Después nos dio una cinta métrica, y nos
dijo que tomásemos las medidas necesarias para calcular la superficie.
La trigonometría, tema que en
aquel momento estábamos abordando, de poco o nada nos servía. Cuando nos vio
como patos desorientados entre los palos que delimitaba aquella área, dijo:
“Hay gente que puede llegar a
ganarse la vida con lo que les voy a explicar. Ya ven que los cosenos, senos y
tangentes sin aparatos avanzados, de poco nos sirven en situaciones como esta.
Así, que tendremos que triangularizar la superficie y echar mano de una fórmula
que no se acostumbra a estudiar en la enseñanza obligatoria”.
Fue aquel día cuando conocí La
Fórmula de Herón.
Distraída en mis pensamientos
mientras conducía, una curva con poca visibilidad, tras otra curva traicionera
mezclada con un asfalto resbaladizo, provocó, que lo último que se me pasara
por la mente en aquel momento que caía por un terraplén del que no se veía el
final, fuera el abrazo de Luis.
CLASE MAGISTRAL
(FÓRMULA DE HERÓN)
CAPÍTULO VI (Un “casi”
que lo es todo.)
Entre llamada y llamada, siempre
con el mismo resultado “teléfono apagado o fuera de cobertura”, me mantenía
ocupado paseando por las estanterías de
libros de mi padre. Mi madre reposaba tras el descanso de la segunda siesta.
Tengo que animarla, al menos mientras mis sobrinos no puedan venir a verla.
Este maldito confinamiento nos está consumiendo a la velocidad de la que un
gusano se come una manzana.
Me detuve en uno de los libros
que descansaba en un estante, bautizado por mi padre con el nombre de Gauss.
Cada uno tenía un nombre de matemático. El libro en el que clavé mi mirada lleva
por título “Dios creó a los números”. Ese libro se lo regalé yo. Al abrirlo por
la segunda hoja, vi escrita una dedicatoria, que no era mía. No acostumbro a
dedicar los libros que regalo.
En ella se leía, “Regalo de mi
hijo, al que tanto admiro, por mi 63 cumpleaños”.
En aquellos tiempos, podría estar
ya jubilado, pero él amaba a la docencia, por lo menos la mitad que a su
familia. ¡Y ese semiamor era muchísimo!
Yo también lo admiraba, aunque
nunca se lo dije. Hice la carrera de matemáticas por él y por algo más, pero
para superarlo, y ahora, … Me veo huérfano del padre que supo compartir los
números con otros compartimentos de la vida. Él supo ocupar su lugar en este
mundo, ¿y yo?. Lo más triste es que he residido toda mi vida en un búnker de
muros matemáticos, y sin nada más. A diferencia de mi padre, no supe compaginar
las matemáticas con ninguna otra cosa ¡Cuántos
reproches bombardean sin compasión mi mente estos días!
Otro intento, y otra vez ““teléfono
apagado o fuera de cobertura”. Entonces, me tocó marcar otro número. Tras un
proceso de identificación y otros trámites superfluos, la conversación
desembocó en la siguiente pregunta:
– ¿Cuánto tiempo dice?
– Un día.
– ¿Y cuál es su parentesco con la supuesta desaparecida?
– … Supuesta no. Desaparecida. Yo soy un amigo.
– ¿Amigo?
– Novio. Novio comprometido. - Novio. Comprometido- ¡Qué forma más
ridícula y arcaica de expresar una relación con alguien. ¡Cómo queda a la
intemperie mi inexperiencia en asuntos
de amor!
– Recuerde que nos tiene que facilitar: una fotografía reciente, descripción
lo más detallada posible, con todas las características físicas y rasgos
diferenciales, ropa que llevaba en el momento de desaparecer, datos
identificativos (DNI, libro de familia, carnets...), información relevante
tanto de la desaparición como sobre la persona desaparecida. – Me he vuelto a
perder en la espiral de la burocracia, pensaba
para mí. No me acuerdo ni la ropa que llevaba puesta ayer. Todo esto me está
hundiendo en la más absoluta inutilidad.
Un infinitésimo en temas del corazón. Ni tan siquiera me acuerdo si su apellido
era Valle o Del Valle. Para más inri no tengo ningún contacto con nadie de su
familia ni amigos. En momentos como este me acuerdo de mi padre cuando me decía
“Las Matemáticas lo son casi todo” haciendo énfasis en “casi”. Fuera de ese “casi” hay infinitas cosas.
Entonces, se me encendió una bombilla que dio lugar al plan “B”. –
– ¿Y no se podría rastrear su teléfono?
– Si lo tiene apagado no podemos localizarlo. – ¡Ufffff! El plan “C”
surgió fácil, trivialmente, pero esta vez quien lo tiene que llevar a cabo soy
yo. Colgué el teléfono. La huella de mi ineptitud quedó de sobra demostrada.
Eché mano de mi deducción lógica. Obviamente, Cristina no pudo volver
por autopista, pues quedaría huella de ello. Así que algo le tuvo que ocurrir
por la carretera comarcal, ya poco transitada de por sí, pero con el tema del estado
de alarma si cabe más. Contacté con Jorge, mi cuñado, que es taxista. Lo puse
al tanto de mi clarividencia, como si yo diese por seguro que algo le sucedió a
Cristina en esa comarcal. Sólo quedaba rezar para que no fuese nada grave.
Volví a esconder mi preocupación tras la cortina de humo de libros que
reposaban de forma metódica en los estantes. Pero pronto se desvanecía ese hilo
de humo y... Mi mente volvía a ir en la búsqueda de
Cristina.
El día anterior en el tanatorio me quedé mudo cuando la vi. ¿Motivo?
Quizás la situación de velar casi en la soledad a mi padre y no esperar verla
allí. Estaba como salida de un cuadro impresionista, parecía un ángel en aquel
faraónico pasillo desértico. Al no poder articular palabra, tan pronto escuche su
pésame,…
Salí a su
encuentro. Necesitaba a partes iguales recibir y dar un abrazo, tan cotizados a
día de hoy. Un antídoto a este maldito
virus que nos está rompiendo el alma.
La conocí en
el coche de mi padre. Ambos contábamos
con 14 años, y la primera impresión fue horrible. La odiaba, un odio que duró
años, seguramente alimentado por ser el ojo derecho de mi padre. Raro era la
comida que no saliera a relucir su nombre. Ella, sin duda, fue el trampolín para
que me dedicase en cuerpo y alma a los números, obsesionado en superarla en
resultados académicos.
Con el paso
de los años, nos soportamos hasta el punto de necesitarnos.
Después
nuestras trayectorias convergieron en direcciones opuestas, hasta ayer, que
descubrí el precio incalculable que puede tener un abrazo. Salí tras ella para
decirle lo que nunca antes pude, pero pensé que no era el momento, ¡qué forma
más estúpida de esconder mi cobardía a los sentimientos! Enfrascado en mis
apotegmas, una llamada de teléfono me devolvió al presente.
La llamada
era de Jorge.
CAPÍTULO VII (Estrategia
ganadora.)
No murió en mi taxi. Al menos eso
es lo que me dijo Manuela minutos después de llegar al hospital.
¡Qué difícil me resulta todo!
Complicado asimilar la situación que estamos atravesando, y más en mi gremio,
ahora que casi no se mueve ni una rama.
Intento colaborar con todos mis
compañeros, compartiendo carreras y cartera, por ello les cedo en la medida de
lo posible parte de mi clientela.
Porque en estos tiempos soy un
afortunado. Mi padre además del legado de la licencia del taxi, me dejó un
amplio abanico de clientes del pueblo. En
su mayoría gente ya de avanzada edad que vive sola y que necesita desplazarse a
centros de salud o mismamente a hacer la compra.
Esta mañana trasladé al hospital
a Antonio. Apenas se podía mover en el asiento trasero del coche, hasta el
punto que quedó con la mirada perdida en ninguna parte. Aceleré lo más que
pude, y una vez que llegué a la puerta de urgencias, llamé al personal
sanitario y les dije que creía que estaba muerto. Me quedé helado. A Antonio lo
conocía desde que yo era niño. Su mujer y él mantenían una relación muy
estrecha con mi familia.
Me vi desbordado por la situación.
Permanecí en la parada del hospital, y aproveché para limpiar con desinfectante
el taxi, sobretodo el cristal interior colocado recientemente que separa la
parte delantera de la trasera del coche.
Para evadirme un poco del momento
llamé a Leo, mi mujer, con el débil
pretexto de preguntarle por los niños. Ella no lleva demasiado bien que esté
tan activo estos días. Por las noches no me deja verlos, y duermo solo en una
habitación.
Estos días está más susceptible
de lo normal, debido a la enfermedad contraída por su padre y después a su
evolución irreversible. Mi suegro se enterró ayer sin poder ella asistir a su
incineración. Esta situación de aislamiento y susceptibilidad se ve agravada
por un tumor que le encontraron en su última consulta. En principio un tumor no
maligno en la cabeza, del que iba a ser
tratada la semana pasada, no obstante la cita se aplazó hasta nuevo aviso.
Y así, en esta situación estamos,
esperando que todo vuelva a una normalidad disfrazada, porque ya nada volverá a
ser los mismo, y más sin su padre Armando De La Torre.
Armando me enseñó estrategias
ganadoras de juegos entre dos contrincantes, con los que pasaba el tiempo de
espera en la parada de taxis. Uno de ellos consiste en retirar una, dos o tres
monedas de un tablero o mesa. El último en coger gana. No tiene por que jugarse
con un número fijo de monedas.
Mis suegros, junto con mis padres,
fueron una ayuda continua en todos los sentidos para nosotros. Y más con el
nacimiento de los mellizos, que en muchas ocasiones dejan derrotada a Leo,
descargando parte de su cuidado a abuelos maternos y paternos a partes iguales.
Yo, con el tema del taxi, me escaqueo todo lo que puedo, pero también tengo
reservada una dosis generosa de cuidado de los trastes.
Cuando estaba sacudiendo las
alfombrillas plásticas que protegían a las originales del coche, mi angustia no
soportaba más aquella situación. Tomé el toro por los cuernos y llamé a Manuela. Un temblor permanente
circuló por todo mi cuerpo. Me resultaba misión imposible fijar el teléfono a
la oreja.
Le conté que poco después de
subirse al coche, Antonio quedó inmóvil y que es posible que llegará muerto al
hospital. Cuando me dijo que había sido una catalepsia pero que ya estaba bien,…
respiré. Después de decirle no sé cuantas cosas y de agradecimientos mutuos, un
número par de lágrimas de alegría invadieron mis mejillas. Me emociono con
facilidad, y más últimamente. El día
tomó un giro de ciento ochenta grados, con la aguja de la brújula marcando
dirección: “saldremos de esta”.
Desde que se activó el estado de
alarma, a pesar de rostros maquillados por la preocupación, he notado un
ambiente más humano y cercano. El agradecimiento de algunos clientes hacía
nosotros sufrió un cambio abismal.
Me contó un compañero que una
clienta le dejó la tarjeta de crédito para que le retirase cierta cantidad de
dinero. Otro, me comentó que no pudo cobrarle a un enfermero que salía llorando
de una residencia de mayores.
Al tiempo que conducía en
dirección a la parada del pueblo, me sonó el móvil. Era mi cuñado.
Luis es hermano de mi mujer. Lo
tenemos por un tipo raro o más bien un poco especial. Al principio pensé que me
llamaba por motivos de herencia o algo similar. Sin embargo, me comentó que una
amiga que había estado ayer en el velatorio de su padre tuvo un accidente en
algún punto de la comarcal, y que nadie había notificado el suceso.
Todo me pareció extraño. Pero
cuando Luis afirma algo, pocas veces
falla. De hecho en las comidas familiares nunca entra en las discusiones de
sobremesa. Solo abre la boca para decir “dos más dos son cuatro”. Siempre se
mueve sobre terrenos bien firmes, sin dejar lugar a la opinión ni debate.
La lluvia no dejaba ver posibles
frenazos en la calzada, pero como profesional del volante, me detenía en las
curvas más cerradas y peligrosas. Así fue como llegué a ver un coche en una
finca después de recorrer unos treinta o cuarenta metros de desnivel.
Ahí me invadió un mar de dudas.
¿Llamo a una ambulancia? ¿Y si no hay nadie dentro y ese vehículo lleva ahí
varios días, incluso semanas? ¿Llamaré primero a la policía? ¿Y qué les digo?
Entonces, me vi en uno de esos momentos en los que tengo que buscar una
estrategia ganadora.
Llamé a Luis, preguntándole qué
coche tenía la chica. Después de unos segundos
de silencio, me gritó sobresaltado la marca ,modelo y color, como si le
llegará de repente una luz divina de inspiración.
Una vez que colgué me apresuré a
llamar primero a la ambulancia, después a la policía. Por último me dirigí
campo a través hacía el terreno donde estaba el coche.
Estrategia ganadora: http://desafiosjuanrcancela.blogspot.com/
CAPÍTULO VIII (Perdurable.)
No hay nada más triste que
morirse solo. Y no hay peor herencia para los vivos que no poder despedirse de
quien has amado casi toda una vida. Son innumerables los recuerdos que
bombardean mi mente estos días, tantos que ya no sé diferenciar los que fueron
reales de los que me gustarían que lo fueran.
¡Qué hueco insondable ha dejado
en mí su ausencia! Una ausencia, que hasta cierto volumen podría ser ocupada
por mis nietos. Fruto prohibido en estos tiempos.
Son bastantes las ocasiones que no
me apetece levantarme. Tampoco seguir en un infinito reposo en mi cama. Pienso
que me esperan demasiados días dicotómicos, en los que decidir se convierte en
una complicada profesión.
El entorno no ayuda a mejorar el
estado de ánimo. Mi hijo preocupado porque yo esté bien, y es él el que está
hundido. Jamás exteriorizó su amor hacia su padre, una forma de autodefenderse de
lo mucho que lo admiraba, unido también a lo mucho que lo quería. Nunca fue capaz de romper ese muro de acero construido
con cimientos numéricos en los que tenía su residencia.
Acababa de llegar Luis de la
compra. Estaba escribiendo la fecha de hoy en las pegatinas que colocaba con
exagerado tino en los productos que había comprado, al tiempo que cambiaba de
zona de la alacena otros que había adquirido días atrás. Era la alacena de los
productos en cuarentena. Llevaba al límite las medidas de confinamiento,
productos desinfectantes, mascarillas, guantes,..
Su aspecto blanquecino debido a que
el sol no brillaba en el enclaustramiento, acentuado por unas exageradas
ojeras, empezó a preocuparme. En un
movimiento casi innato, le coloqué bien el cuello de la camisa. Entonces, su
flaqueza me hizo fuerte. Luis no es un hombre de abrazos, y hoy… Se desplomó en
mi hombro, al tiempo que susurraba entre lágrimas como se venía abajo en días
todo lo que más había querido en esta vida. Ese carrusel de desahogos de una
persona que siempre vivió atrincherado en sí misma me hizo sentir más madre que
nunca, ¡qué más que ceder un hombro a un hijo, y si es necesario la vida!
Tan pronto Luis me informó del
accidente de Cristina Valle y la impotencia que siente por no saber de su
estado, provocó que yo en secreto tirase de unos cuantos hilos. Llamé a mi ex nuera.
Clara descendió a los infiernos
en el tiempo que estuvo con mi hijo. No tuvo el apoyo de nadie en su relación. Cierto
es, que no se dejaba aconsejar refugiándose en una isla sin salida a ninguna
parte. Sin embargo siempre tuvo una relación afable conmigo. No hemos dejado de estar en contacto. Incluso después de la
separación seguimos comunicándonos. La última vez fue para darme su sentido
pésame por la muerte de Armando.
Cuando la llamé preguntándole por
el estado de Cristina, no tardó ni media hora en devolverme la llamada para
informarme. Deduje que su presura era sinónimo de buenas noticias.
Luis había bajado al trastero. Yo
estaba colocando la mesa. Habíamos cocinado carne con pasta.
Al entrar, se detuvo en la zona
de desinfección. En unos minutos me acercó un sobre que había recogido en el
buzón. Era una postal de mis nietos. Una felicitación adelantada por el día de
la madre. Entonces saqué una botella de vino tinto de la zona de la alacena
fuera de cuarentena, y propuse un brindis. “Por ti y por Cristina”.
Le informé que estaba fuera de
peligro. Un par de costillas rotas, unos días de observación y que pronto le
darían el alta. Su familia ya estaba informada.
Otro milagro. Los brazos de Luis
me envolvieron por segunda ocasión en un mismo día en un cariñoso abrazo.
Después comenzamos a comer. Por
primera vez en varios días todo me pareció que volvía a la normalidad. La
situación dibujó una sonrisa en mi cara y también en mi mente al recordar un
puñado ridículo de palabras que formaban parte de un microrelato en gallego. Me
hizo sentir, reír, añorar,.. mágico cuento que había leído por la mañana y que llevaba por título “Perdurable”.
CAPÍTULO IX (El escapista.)
No se hablaba de otra cosa en el
hospital que del paciente de la habitación 404. Era la comidilla de esa mañana.
La guardia civil nos informó que un recluso se había fugado de la cuarta
planta. El suceso nos dejó preocupados y sorprendidos a partes iguales. Llegaron
órdenes de que no se filtrase información de lo acontecido. No interesaba que
el suceso transcendiera a los medios de
comunicación.
De todas formas numerosos chismorreos
iban circulando por los distintos distritos del hospital. Estos murmullos fueron tomando cuerpo de información veraz con
el paso de los minutos. Llegamos a saber que el recluso estaba ingresado por
neumonía. Se le habían hecho las pruebas del Covid-19 dando negativo y que
estaba en prisión por saltarse multitud de controles policiales. En uno de
ellos su coche se llevó por delante a dos vehículos de la guardia civil.
Cuando yo estaba en las visitas
de pacientes por la mañana, me encontré con Carlos. Quería dar a entender que
semejase algo casual, pero ese encuentro poco tenía de aleatorio. Él tendría
que estar haciendo las visitas de sus pacientes en otra planta del hospital.
Entonces me dijo: <<Sé todo,
y cuando digo todo es todo lo relacionado con el “escapista”. Si quieres te lo
cuento mañana, mientras comemos la pasta más rica del mundo. >> Seguí mi
orden de visitas, dándole a entender que no me interesaba lo más mínimo lo que
me decía. Cuando ya entraba en una de las habitaciones prosiguió: <<Me especialicé estos días con los mejores
tutoriales de chefs reconocidos mundialmente>>. Aunque nunca se la
mostrase, este hombre siempre me arrancaba una sonrisa.
Ya acabada la hora de consultas, me
acordé que al día siguiente tocaba comer con mis padres para celebrar el Día de
la Madre. Necesitan respirar. Desde que comenzó el “estado de alarma”, como a
tanta gente mayor, se están muriendo en vida con el aislamiento. Estaba pensando
algún regalo para mi madre, pero no se me ocurría ninguno. Malas épocas para
regalar, apenas hay sitios abiertos. Al tiempo que ordenaba mis pensamientos, sonó
el móvil. Era Lucía. Estuve a punto de no descolgarle. Suponía el motivo amargo
de la llamada, y me sorprendía que lo
supiera. Mi intuición resultó ser
errónea, el motivo de comunicarse conmigo era saber el estado de salud de una
paciente. Cristina Valle. Respiré.
Cristina Valle. Asistí a su boda.
Una ceremonia de larga resaca. Luís me hizo disparar infinidad de veces una
cámara digital en cuyo recuadro aparecía él (nunca lo vi tan contento posando) y
la recién casada. Yo también tengo dos fotos con Cristina. Las guardo en algún cajón que lleva mucho
tiempo sin abrir.
Cuando ya supe algo en firme de
la situación de la paciente y que su estado no revestía gravedad, quise ser
mensajera de buenas noticias. Lucía, en estos días seguro que está necesitada
de ellas, y más, después de la última conversación que tuvimos con motivo de
darle mi más sentido pésame por la muerte de su marido. Se me deshizo en
lágrimas al otro lado de la línea debido a no poder despedir a Armando.
Únicamente Luis estuvo unas pocas horas con él en el tanatorio antes de que lo
incineraran.
Esta vez nada tuvo que ver con el
azar. Fui yo quien buscó a Carlos con el pretexto de hablarle sobre su “megariquísima”
pasta. Ya sé el regalo que mañana le voy
a hacer a mi madre.
Jorge estaba en la parada de taxis
del hospital peleándose con un crucigrama del periódico que no daba encajado.
Momento en que alguien abrió la puerta trasera izquierda del coche y echándose
al suelo entre asientos le dijo: “arranca si no quieres que te pegue un tiro”.
CAPÍTULO X (Por lo
que pueda ocurrir)
Cuando dijeron mi nombre: “Leonor
De La Torre”, ya sabía que la llamada procedía del hospital. Dos semanas atrás,
recién empezada la fase 1, me había llamado mi ex cuñada Clara explicándome la
situación.
Me había dicho que una vez que
desembocáramos en la fase 2 de la desescalada
se espera un alivio en los quirófanos por lo que me citarían para operarme del
tumor, en principio no maligno de la
cabeza, aunque pienso que no tenían del
todo claro su diagnóstico.
Cuando Clara tuvo conocimiento de
mi caso, enseguida se puso al mando del tratamiento a seguir. Es como si
estuviese en deuda con la familia, cuando realmente somos nosotros quienes
deberíamos estar arrepentidos por lo mal que lo ha pasado en su relación con
Luis. Ella me ayudó a mantener en secreto mi tumor. No quiero aumentar el
equipaje de preocupaciones de mi madre. A Patri y Carlos, mis hijos mellizos,
les mentí diciéndoles que iba a pasar unos días en casa de su abuela, porque a
Luis le surgió un viaje. La palabra
“operación” todavía no la tienen recogida en su diccionario de infancia.
Todo este tema lo llevo fatal. Pensaba
que con los años había perfeccionado una esforzada retórica a las novedades que
puedan surgir. Pero esta situación me supera. Ha menguado a pasos agigantados
mi espacio de libertad. Con los niños en casa, apenas me queda tiempo para
nada. Ahora, intento hilvanar con precisión algebraica pequeñas cosas que
configuran mi mundo. He cambiado el orden de los armarios permutando la posición
de privilegio de la ropa de invierno por la
de verano. Cada prenda estival pasó por la lavadora, después por la
plancha. He aspirado mi discreto piso de adelante atrás y de atrás para delante
un número de veces del que he perdido la cuenta. Hago las cosas como si no
hubiese un después. Dejo con miras lejanas las mudas de los niños y de
Jorge. Y entre unas cosas y otras, no
paro de depilarme, a veces casi hasta hacerme sangre. Nunca se sabe lo que
puede venir. En situaciones como estas recuerdo lo que me decía mi abuela.
<<Hay que cambiar todos los días la ropa interior, por si acaso algún
imprevisto nos haga desembocar en un hospital.
>>
Con el taxi en el taller, Jorge
tomará mi relevo, ayudado por la vecina del tercero con la que nos llevamos muy
bien. Su hijo quedaba a mi cuidado cuando ella se iba a trabajar al
supermercado.
¡Qué aventura lo del taxi!
Hace dos semanas un recluso que
estaba siendo tratado en el hospital entró en el taxi de mi marido amenazándolo
con matarlo. Bueno, cuento lo sucedido según Jorge, que siempre intenta
magnificar y adornar adjetivalmente cualquier historia por insignificante que
sea. En ese momento en el que se sintió amenazado, de un golpe brusco, pero muy
inteligente, sacó las llaves del contacto del coche, quitó el freno de mano
puso la marcha en el punto muerto y salió ágilmente del coche, al tiempo que
activaba con el mando de la llave el cierre automático. Según él, toda la arriesgada maniobra se
realizó en menos de diez segundos. La
pequeña pendiente de la parada de taxis y la ley de la gravedad se ocupó del
resto.
Pobre coche. Y no por los daños
sufridos por la inercia del movimiento, pues acabó deteniéndose suavemente en
un camino embarrado de tierra, sino por las patadas que el fugado empezó a
propinar sin ton ni son dentro del vehículo al ver que no podía salir.
La guardia civil que llevaba en
alerta toda la mañana llegó pronto al lugar donde el taxi hizo de celda al preso.
Al final no poseía ningún tipo de
arma. Lo que sí tenía era una fractura seria de
tibia y peroné, por lo que su instancia en el centro hospitalario iba a contar
con una pronunciada prórroga. Un escapista sin escape por un largo periodo de
tiempo.
Jorge cuenta una y otra vez su
hazaña, y aunque mi mejilla resignada al hastío acabe aplastada sobre mi mano
izquierda, los niños escuchan lo que su padre cuenta como una pasión
indescriptible, como si de un cómic de superhéroes se tratara.
Después del arresto del
escapista, un guardia civil se quedó con Jorge, haciéndole una serie de
preguntas, algo así como un interrogatorio informal. Al terminar, el miembro de
la benemérita le dio un número de
teléfono para que el taller al que llevara a reparar el coche llamara para
peritar el arreglo. El cuerpo de La Guardia Civil se haría cargo del coste. En
la despedida, el agente con el dedo pulgar le hizo un gesto aprobando su
actuación. Jorge percibió que la informalidad de actuación del guardia civil
afeaba su heroicidad. Pero lo que más fastidió a Jorge, fue que su proeza careció de todo tipo de eco
en los medios de comunicación.
Se quejaba diciendo: <<La
prensa reserva sus cinco o seis páginas a la información de deportes cuando no
hay ningún tipo de actividad deportiva. Y sin embargo, las noticias de tremenda
actualidad como la captura de un peligroso recluso, pasa desapercibida. Lamentable.
>>
Mi marido por veces es un encanto
y nos alegra el día con sus "aventurillas".
Mi madre me llamó hace un par de
días. La noté animada. Me dijo que con el lío de las fases de desconfinamiento se
pierde. Pero si algo le quedó claro es que ya puedo ir a visitarla. Anhela verme.
Se justifica que tiene algo importante que comunicarme con respecto a Luis. ¿A
saber lo qué? Pero por el momento tendrá que esperar unos cuantos días para
poder contármelo.
CAPÍTULO XI (La noche
más larga)
Aquel día, cuando el calor
golpeaba sin caridad cada rincón de la casa, Luis se refugiaba a la sombra de
un viejo ventilador que regalaba más ruido que aire. Sin embargo, ese molesto chasquido
de las aspas descoloridas no lo desconcentraba en la ardua tarea que estaba
realizando.
Con delicado cuidado y exagerada
precisión milimétrica, como si tuviese todo el tiempo del mundo, Luis rellenaba
las celdas de Excel con los resultados de los distintos subapartados de los
ejercicios que su alumnado había subido a la plataforma creada por él mismo. Esa actividad le sirvió para dejar de momento aparcado en el arcén del olvido los
pensamientos con los que había compartido almohada los últimos días. Pero
pronto, por una autovía germánica sin límite de velocidad, desembocó otra vez
la noticia por la pendiente de su mente. “Cristina despertó sin recuerdos”.
La ausencia, seguramente
transitoria, de memoria de Cristina apenas le dejaba espacio a otras
preocupaciones. Luis era consciente que en esta terapia de recuperación de su
compañera él jugaba un papel estelar. Por
recomendación de la familia de Cristina, desde el centro hospitalario citaron a
Luis para que tuviera un encuentro con ella.
El cuerpo a cuerpo le amedrentaba. Volvió a encerrarse en sí mismo. Una
posada que frecuentaba con asiduidad.
Ese hermetismo lo irritaba, hasta
el punto de enfadarse con su madre. Las aguas bajaban turbulentas con el inicio
de la segunda fase. La madre de Luis solicitó más independencia. Luis se negó
de lleno, empezando con un tira y afloja que terminó con la frase lapidaria de madre
a hijo: “Prefiero morir reflejándome en
los ojos de mis seres queridos que vivir enclaustrada entre cuatro paredes para
tener tranquila tu caprichosa conciencia”.
Así fue como empezó Lucía a hacer
nuevamente la compra, que seguía pasando por la alacena de la cuarentena bajo
un control bastante menos estricto. Quedaba con alguna que otra amiga, con
conocidos de ella y su marido para ponerse al día asentando cuatro bofetadas a
un pasado aún muy cercano. Lo que no entendía Lucía es por qué sus nietos
tardaban tanto en venir a visitarla.
En una de esas reuniones con
amigos de ella y de Armand, se produjo una situación algo violenta, cuando ella
los informó de la muerte de su marido. Las lágrimas no se pudieron contener por
ninguno de los presentes. En ese momento Lucía se sintió mal por no haberlos
avisado, mas se justificaba en: “es tanta la gente que una se olvida de
informar por la neblina del llanto en ese tipo de situaciones”.
Aunque ella luchaba por volver a
una normalidad más o menos como antes, se daba cuenta que iba a ser misión
imposible. Sin embargo, esa normalidad volvió en su relación con Luis. Las
aguas volvieron al cauce natural en el momento que Luis abandonó su mutismo y
comunicó a su madre que lo habían llamado para informarle del estado de amnesia
de Cristina. Le contó que estaba perdido entre un mar de dudas sin saber cómo
actuar en la cita concertada. Lucía lo
miró con un desaire teñido de profunda duda misericordiosa, para a continuación
recriminarle sin anestesia una certeza indiscutible. “Una relación no es una
operación matemática. Un error puede dejar profundas cicatrices en una persona”.
No le gustó a Luis el símil que
había hecho su madre. Un error matemático puede romper en un millón de pedazos
la armonía del planeta. Pero ahora tocaba hilar más fino. Era momento de poner
orden en sus sentimientos. Las palabras de su madre eran lanzas disfrazadas de
reproches por su relación con Clara. Un enlace que fue un error no asumido en
su día. Pero con el paso del tiempo,
aquel matrimonio condenado a
naufragar, fue calando en lo más profundo de su arrepentimiento, incluso, dejando
por el camino la vida de un inocente.
Tocaba de alguna manera,
resarcirse de errores pasados. Llegar al alma de la gente al igual que llega a
la de los números. Imitar a su padre, que siempre supo poner lindes entre las
matemáticas y la vida sentimental, compatibilizando miserias y alegrías entre ambos
universos.
Sus pensamientos lo martirizaban al
tiempo que se introducía en la noche, antesala de la cita más importante. Incluso
más determinante que cuando leyó su tesis doctoral. Las preocupaciones de Luis
convergían a multitud de combinaciones que bombardeaban sin clemencia la forma
de actuar una vez llegado al hospital. Se preocupaba porque no sabía qué Cristina
se iba a encontrar. Esto unido a su exigua experiencia en temas del corazón, le
taladraban la mente sin poder conciliar el sueño.
La mente de Luis era un
crucigrama de difícil resolución, lo único que tenía claro era: que estaba inmerso
en la noche más larga.
CAPÍTULO XII
(Intégrate)
Supuso una sorpresa
para todos, cuando cuatro minutos después de venir al mundo la sietemesina
Leonor, nació el sietemesino Luis. Nadie lo esperaba. A Armando De La
Torre, quien no cabía en sí de orgullo luciendo a su hija en brazos,
se le quedó la cara de póker al ver que de golpe tenía un dos por uno. Ese
semblante que se le había quedado a Armando cuarenta y dos años atrás, viajaba
en el tiempo como una ráfaga de viento fresco a la memoria de Lucía. El amor
que sintió por aquel hombre, solo ella lo sabía. Aunque también era consciente
de lo mucho que lo querían las personas que llegaron a conocerlo. El profesor
Arman, así le llamaban, marcó el destino de muchísimo alumnado que compartió
aula y aprendizajes con él.
Enfrascada en esos
pensamientos andaba Lucía aquella mañana; barajando una fecha para la misa
funeral de su marido, aprovechando que el cambio a la fase tres estaba cerca.
La familia nunca fue
muy creyente. Se contaba con los dedos de las manos las veces que entraron en
pleno en la iglesia. Pero ese laicismo no era excusa para no conmemorar por
todo lo alto la celebración religiosa. Era un pretexto más que justificado para
juntar a las muchas personas que no pudieron despedirse de Armando; además de
una oportunidad para que los asistentes pudieran dibujar en alguna lámina de su
retentiva vivencias compartidas con él. Lucía pensaba, así, que mientras la
figura de su marido permaneciera dibujada en el tapiz de varias memorias, más
perduraría en este mundo.
El bochorno que
acompañó a Luis en todo el trayecto unido con el calor innato del hospital,
provocaba que la mascarilla funcionara como un estrangulador de aire a sus
pulmones.
Una vez que Luis llegó
a la puerta de la habitación de Cristina, una médica de edad incierta y voz de
fumadora, le hizo una entrevista para, después a pequeñas pinceladas,
informarle de la forma de actuar con la paciente. Al entrar tras la
facultativa, Luis quedó ocho pasos detrás. En parte guardando la distancia recomendada
y por otro lado invadido por una sobredosis de pánico. La doctora se sentó en
una silla frente a Cristina, y comenzó a hablarle con un tono de voz tan
distorsionada que llegaban las frases desintegradas a los oídos de Luis.
En cierto momento, ella
se giró ligeramente para evitar ser eclipsada por la médica y ver quién se
encontraba detrás. Entonces Cristina Valle se dirigió a Luis y le preguntó sin
esperar respuesta, – ¿No serás como la función “e elevado a x”, y
te dé igual integrarte? – En ese momento en la cara de Luis se dibujó una
sonrisa de mejilla a mejilla que no cabía dentro de la máscara recordando el
archifamoso chiste matemático.
La médica apartó su
silla y le facilitó otra a Luis para que ahora fuera él el que se sentará
enfrente de Cristina. Permanecieron un largo rato mirándose a los ojos sin
decirse nada. Era una pose en la que ambos se sentían a gusto. Luis se había
olvidado de las instrucciones que le había dado la doctora antes de entrar, y
ella… No se sabe de lo que se había olvidado. Los dos estaban sumidos en una
maravillosa amnesia.
Luis alargó su brazo y
le dio el libro que casi veinte años atrás ella le había regalado en su casa.
Cristina agarró el libro con ambas manos. Leyó en alto El amor en los
tiempos del cólera, como queriendo probar de que las palabras todavía
sobrevivían en los tinteros de su memoria.
Luis comenzó,
titubeando, a hablarle del calor que hacía, de que la normalidad estaba
volviendo por fases, de lo difícil que resultaba llevar la situación, lo
incómodo que es usar mascarilla,…
Enfrente Cristina
prestaba atención soltando de cuando en vez alguna mueca de aprobación de
lo que estaba escuchando. Entonces, Luis recordó el chiste con el que Cristina
lo invitó a unirse a la reunión. Pensó que si hay algo que nunca se llega a
olvidar es una pasión. Una pasión nunca se olvida. Así que comenzó a hablarle
de contrastes de hipótesis paramétricos y no paramétricos, del test de las
rachas que tanto les gustaba para estudiar el funcionamiento de las ruletas de
los casinos. Enseguida, por las venas de Cristina comenzaron a circular
intervalos de confianza y otros términos estadísticos que provocaron que
comenzara a tomar parte en la conversación. El monólogo de Luis se convirtió en
un ferviente diálogo entre los dos. La doctora quedó boquiabierta al ver que
Cristina estaba reaccionando de forma muy distinta a días pasados con su
familia. Hablaban tan apasionadamente de temas abstractos a sus oídos que
de vez en cuando tosía para que supieran que había alguien más en la habitación,
pero ellos hacía rato que perdieran la noción del tiempo y del espacio, hasta
que una bocanada de realidad los interrumpió abruptamente. – Es tiempo de la
comida. – Le dijo la doctora dirigiéndose a Luis que tenía los ojos empapados
no solo de sudor. – Mañana me gustaría que volviese a la misma hora de hoy. –
Prosiguió. Acto seguido le facilitó una especie de justificante para el día
siguiente.
Luis iba divagando por
los pasillos del hospital sorprendido de lo fácil y emocionante que había sido volver
a ver a una Cristina, ¿amnésica? Estaba orgulloso de dar a ciegas la voz de
alarma de la desaparición de Cristina en su momento. En ese divagar por el
centro hospitalario se tropezó con su ex mujer hablando con semblante serio con
su cuñado Jorge.
Al tiempo Cristina
abría el libro que le había dejado Luis por la segunda página, en la que leyó:
“El amor en los
tiempos del cólera. Gabriel García Márquez. Cásate conmigo”.
CAPÍTULO XIII (El
entierro del estado de alarma)
Clara estaba bajo el efecto de la
anestesia del angustioso relato de terror que acababa de leer cuando la sobresaltó el sonido de su
teléfono. En la pantalla aparecía un
número que no conocía. Dudó en descolgar, más que nada porque el reloj marcaba
las once y media de la noche. El que llamaba era Luis. Ella permaneció callada,
escuchaba al otro lado de la línea distintas versiones que Luis le daba para
pedirle perdón por todo el daño que le había causado. Cuando por fin pudo
hablar, le dijo que no había motivo para que él se disculpara. Las cosas
ocurren porque tras ellas tiene que venir otras. La vida es una función
continua (le gustó utilizar un símil matemático con Luis) que para que se
llegue al siguiente día tiene que haber un día anterior. Y gracias a su pasado
pudo llegar a este presente en el que era feliz, y más ahora que estaba
iniciando una nueva relación con un compañero de trabajo del hospital.
La conversación se alargó más
allá de una hora. Luis empezaba una nueva fase de su vida, y quería liquidar
una hipoteca que su memoria necesitaba enterrar. Fantasmas del pasado que
últimamente afloraban en su mente más sensibilizada de lo normal. La
conversación acabó con un sentido agradecimiento a Clara por parte de Luis por
el éxito de la delicada operación que le había realizado a su hermana melliza,
a la que se sentía tan unido.
Una vez que colgó el teléfono,
Clara volvió a diseccionar el relato que acababa de leer. Tomó su agenda.
Escribió como encabezado “El día que me llamó Luis” y comenzó a hacer un breve
resumen de la historia para mantenerla fresca en su memoria.
<<La trama se situaba a principios del siglo XIX. El
protagonista se llamaba Lorenzo, un joven que trabajaba en una mueblería de
gran prestigio en la zona. Ayudando a su jefe trasladando muebles del sótano a
una planta superior, se le resbaló un pesado armario de las manos con tan mala
suerte que el mueble acabó aplastando a su jefe.
La pudiente familia del empresario cargo todo el peso de la
justicia sobre Lorenzo que fue condenado a cadena perpetua.
En prisión encontró un pasatiempo al resto de sus días en el taller
de madera regentado por Salvador, un viejo preso que cumplía una condena
condicional. Trabajaba de siete de la mañana hasta la una del mediodía que
volvía a su casa.
A Lorenzo las horas en el taller se les pasaba rápido, siempre
tenían encargos por hacer. Sillas, mesas y sobretodo ataúdes. Como decía
Salvador “aquí siempre hay alguien a quien enterrar”. Los cadáveres recibían
sepultura en el cementerio del Castro, al que también llamaban de Los Leprosos.
Estaba a escasas dos horas de la cárcel en carro y allí se enterraban los
presos, vagabundos e incluso algunos animales que los dueños no querían tirar
al río como hacía la mayoría de la gente.
El viacrucis de Lorenzo residía en las tardes eternas, observando
de seguido su reloj de bolsillo y fumando un tabaco de pésima calidad que le
traía Salvador.
Los días calaban como losas en
el cuerpo de Lorenzo cada vez más esquelético.
Salvador que empezó a querer a Lorenzo como el hijo que nunca tuvo, no
soportaba ver el deterioro que sufría su pupilo. A ese ritmo no aguantaría ni
un año más. Fue entonces cuando Salvador diseñó un plan de fuga para Lorenzo.
Consistía que el jueves de esa semana se metiera en un ataúd donde hubiera un
muerto. Lo llevarían a enterrar al cementerio de Los Leprosos y después lo
desenterraría él a primera hora de la tarde.
El plan de fuga asustaba a Lorenzo. Siempre tuvo pánico a lugares
cerrados. Pero aceptó llevar dicha idea a la práctica.
Se pasó toda la tarde anterior en su celda fumando
al tiempo que abría y cerraba su reloj de bolsillo.
En la mañana del jueves, Lorenzo se metió en una caja compartiendo
espacio con un muerto cubierto por una bolsa de plástico.
Cuando vinieron cuatro funcionarios de prisiones a apuntalar la caja
del muerto se sorprendieron que el ataúd pesara algo más de lo normal, y eso
que el peso de Lorenzo era más bien tirando a la baja.
Los huesos de Lorenzo fueron testigos de cada uno de los socavones en
el que caía el carro tirado por dos vacas destino al camposanto.
Un par de horas después el cuerpo del joven yacía metro y medio bajo
tierra. Ahora sólo tenía que esperar a un Salvador para volver a ver la luz del
día.
Quería que volase el tiempo, por ello intentó dormir, pero sin éxito.
Después, por su cabeza pasaron millones de pensamientos que nunca antes
tuviera.
Inmerso en sus cavilaciones, Lorenzo se vio incapaz de controlar la
noción del tiempo. Los minutos quizás fueran horas. Comenzó a compartir espacio
con la desesperación desesperada. Se preguntaba, ¿cuánto tiempo tardaría
Salvador en sacarlo de allí?
Cuando ya no le quedaban cosas en las que pensar, y arriesgando a
perder un poco más de oxígeno, ya de por si escaso, decidió encender una
cerilla para ver la hora.
Una vez iluminado el fósforo, en la esfera de su reloj vio el reflejo
de la cara con la que compartía ataúd, que quedó al descubierto al desplazarse
ligeramente la bolsa de plástico que la cubría a consecuencia de los baches.
La cara que se reflejaba en el
reloj de Lorenzo, era,… La de
Salvador.>>
Ya era muy tarde. Pero antes de
irse para cama envío un mensaje desde su teléfono a Carlos. Ahora tocaba
dormir. Seguramente alguno de sus sueños de esta noche compartirían espacio con
Salvador, que al final no pudo salvar a nadie , y con Lorenzo, un sol que no
volvería a iluminar en el cielo terrestre.
La misa funeral por Armando De La
Torre se celebró en un día gris. Sin embargo, por el momento las nubes no
amenazan lluvia. La iglesia, un monasterio del siglo XIII, se quedó pequeña.
Parte de culpa era por la separación que tenían que mantener los asistentes
dentro del templo. Muchos de los que hicieron acto de presencia al no poder
entrar, esperaron la finalización del acto, para comunicarles su más sentido
pésame a la familia en la salida. Los
dos bancos de la primera fila, adornados discretamente por unas pocas rosas,
estaban reservados para los familiares de Armando. El sacerdote, de edad
avanzada, hacía imposible evadirse en pensamiento durante su homilía, más bien
discurso, pues su quebrantada voz por veces rozaba el grito. Su sermón rompía,
en gran parte, con el protocolo habitual
de este tipo de actos. Comenzó a descargar su ira con una feroz crítica contra
el comportamiento general de la sociedad que dio la espalda a sus mayores en
los momentos más críticos. No dejó títere con cabeza cuando habló de la mala
gestión de las residencias para mayores. En cierto momento cuando seguía
despotricando dijo: “Nos hemos llevado por delante a unos hombres y mujeres que
salvaron a sus familias en el segundo lustro del siglo cuando la crisis ahogaba
sin piedad a sus hijos y nietos.” Instante en el que Lucía no pudo contener más
tiempo el llanto.
Acabada la ceremonia, el tema principal entre
los asistentes era el discurso del sacerdote.
Los niños Patricia y Carlos
correteaban por la plaza que estaba frente a la iglesia, al tiempo que Leonor
agradecía a Clara la manera tan exitosa con la que llevó a cabo su operación.
Aun no siendo de gravedad, si era muy delicada. A la conversación se unió
Lucía, recriminándoles a ambas afablemente el secretismo de la intervención.
Ahora, a toro pasado, Lucía casi lo agradecía.
Clara asistió a la misa en
pareja. Su relación con Carlos la hizo oficial el Día de la Madre. La sorpresa
fue directamente proporcional a la alegría que supuso para sus padres.
Consideraban que su hija necesitaba una ayuda externa en su resurgir de ave
fénix. Sin duda, fue el mejor regalo que pudo hacerle a su madre en su día.
En otro de los corrillos estaba
precisamente Carlos, en donde Jorge comentaba su heroica hazaña de la captura
del convicto del hospital. A Carlos no le importaba la exagerada adjetivación
que emocionadamente escenificaba Jorge. De hecho, Carlos no dejaba de
sorprenderse del desenlace de la fuga, pues en su momento el ocultismo por
parte de la policía, dejó que no se supiera casi nada de lo sucedido aquel día
en que todo se convirtió en informaciones forjadas en una nula consistencia.
Cristina y Luis quedaron dentro
del monasterio. Paseando por los distintos lugares del templo. Cualquier escusa
era válida para compartir momentos. Paseaban por el claustro y jugaban a
averiguar el número de centros con los que se habían construido cada unos de
los arcos. Encontraron alguno de cuatro, incluso de tres y dos centros. Estaban
sumidos en una deliciosa amnesia arquitectónica que se precipitaba en una nueva
dimensión que ambos querían explorar juntos.
Los mellizos dejaron de correr
para acercarse a su madre e informarle que tenían hambre. Leonor les había prometido
que si se portaban bien en misa, les iba a hacer su comida favorita: unos
espaguetis. Los devoran ya con la
mirada mientras se cocinan, para después
saciar su hambre con dos absorciones. Les pasa con frecuencia, impaciencia a la
hora de comer para después quedar llenos con nada que engullen.
El hambre de los niños y un cielo
retador de tormenta aceleró el desalojo de la plaza.
Lucía quedó esperando a Cristina
y Luis que salían de la mano como unos recién casados por la puerta de la
iglesia. Al tiempo que ponían sus mascarillas, Lucía pensó para sí de lo qué
sería la nueva normalidad sin su marido.
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