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lunes, 29 de junio de 2020



Os dejo un relato con trece capítulos que fueron naciendo en las distintas semanas que estuvimos bajo el Estado de Alarma. Espero que os guste.


EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CORONAVIRUS

CAPÍTULO I (73 KM.)
¿Existe un banco en el cual depositar los abrazos y besos no dados?

¿Un banco en el que se puedan recuperar esos abrazos y besos con intereses?

Esta mañana he recibido la fatal noticia del fallecimiento por coronavirus de Armando De La Torre, profesor mío en secundaria y padre de Luis. Días como hoy, aunque no tenga jurisdicción en el pasado, es inevitable que mi memoria no se precipite por esos lugares pretéritos.

Armán, así  le llamábamos, fue mi fuente de inspiración y el artífice de mi dedicación a la docencia de Matemáticas, aunque la verdad, pienso que parte de culpa de  mi decisión de estudiar la carrera de números, también la tuvo Luis De La Torre.

Luis y yo, teníamos como amante común a los números. Nos pasábamos tardes enteras navegando en la literatura y poesía que tras de sí deja el 2, único número par y primo, o el 6, el primer número perfecto. Los minutos calaban sin compasión en aquellos momentos compartidos. La paradoja era, que lo que tanto nos unía, también nos distanciaba.

Una tarde, en el que ya estábamos en el último año de carrera, fui a su casa con la intención de pedirle matrimonio o algún familiar semántico de la palabra. Le llevaba como regalo “El amor en los  tiempos del cólera”.  Tantos años juntos, y nuestros labios eran una función que se perdía hasta el infinito en una asíntota, condenados a estar muy cerca, pero sin tocarse.

Aquella tarde primaveral, marcada en rojo en mi calendario, como el primer día del resto de mi vida, me quedé muda, sin articular palabra, y Luis llenó ese silencio con axiomas, corolarios, lemas y teoremas que nada tenían que ver con la vida que esa tarde quería comenzar. Sus padres me invitaron a cenar, negué la invitación con la cabeza, hasta la puerta me acompañó Luis, clavé mi mirada en sus ojos, me regalo una sonrisa, y un… Y yo atrapada en un silencio en donde anidaban infinitos “te quiero”.

Y la vida siguió al ritmo del juez incorrupto del tiempo que marca el reloj.

Él se casó por obligación con una alumna de segundo año de carrera que dejó embarazada. No asistí a su boda, me inventé un viaje a ninguna parte en particular. Yo, también me casé, sin causa conocida con un primo segundo. Su familia sí estuvo en mi boda.

Luis se divorció, su mujer perdió al niño a los seis meses de gestación, yo me divorcié, sin otro motivo por no seguir viviendo un período de mi existencia multiplicado por cero. Una vida llena de nada. Un vacío que camuflo con mis clases de Estadística en la Universidad de Vigo. Ahora ni eso. El estado de alarma me obliga a estar enclaustrada en mi piso. Releyendo “La Sucesión de Troncolari Supermirafori”,  repitiendo películas antiguas y la serie “Mujeres desesperadas”. Instalada en un presente continuo en el que no entiendo cómo puedo resistir sin respiración artificial.

De vez en cuando, escudándome en motivos académicos me comunico con Luis, él trabaja en el Departamento de Matemática Aplicada de la Universidad de Santiago. Por veces hablamos largos ratos. Ahora se maquilla en mi cara una sonrisa, porque en una de esas conversaciones salió a relucir el número sesenta y nueve, en el que encontramos la belleza de ser el único número, “único”, cuyo cuadrado y cubo, contiene todos los dígitos del 0 al 9 sin repetirse.

Y ahora llega la noticia de la muerte de Armán, al que yo también quería como un padre, y no deja más cabida en mi mente que 73.

Setenta y tres quilómetros que me separan del tanatorio en el que se vela el mejor profesor de matemáticas del mundo.

¿Cómo en estos tiempos de vivir a puerta cerrada, se pueden recorrer 73 quilómetros?

Las matemáticas no me sirven para contestar esta pregunta, y las lágrimas me envuelven en una niebla a la que no le encuentro el punto y final.

Envuelta en la espesa niebla me atracó el sueño. He dormido doce o tal vez quince minutos, pero lo suficiente para viajar alrededor del mundo. Hoy me llamaré Cristina De La Torre, y tendré que recorrer 73 quilómetros para ir al entierro de mi padre. He hecho una falsificación que me permite realizar este ridículo desplazamiento que en tiempos de guerra parece un mundo. En el escrito que he hecho, las palabras se pierden entre firmas y sellos. Ahora, solo queda arreglarse, pena que no haya peluquerías abiertas, pero nada que no pueda solucionar la plancha del pelo y un cepillo y … La tragedia me ha devuelto un poco a la normalidad, a la vida. Quizá, lleguen tiempos que no se vean multiplicados por el cero.





CAPÍTULO II (23 Centésimas.)

No soportaría el estar encerrada en mi casa. Aún siendo tiempos convulsos, agradezco más que nunca la profesión que tengo. El trabajar en el hospital, en primera línea de guerra sin trinchera por medio, me da salvoconducto de movimientos. Sé que saldremos pronto de esta pesadilla, no sé si enteros, o amputados, al igual que me pasó a mí unos cuantos años atrás y que ahora prefiero mantener en la memoria del olvido. Sin embargo, no hay día que no recuerde que lo perdí casi todo, incluida a mi familia. Todo comenzó cuando la nota de acceso a la universidad me dejó a 23 centésimas de entrar en la carrera de medicina. De rebote, como tanta otra gente acabé en otra carrera, en donde mi brillante expediente de secundaria comenzó a compartir colchón con los suspensos y amoríos sin amor.

El amor, una recta tangente a mi trayectoria.

Dos años estuve en aquella carrera, después la abandoné, al igual que a mi familia. Quise encajar en una nueva vida con esquinas rotas por todas partes. También yo acabé resquebrajada de cuerpo y alma, pero con un hilo de aire que me permitió preparar nuevamente la selectividad, y obtener una calificación nueva de 23 centésimas por encima de la nota de corte a la carrera que siempre quise cursar. (23 Pares de cromosomas somos). Maldición y bendición ese 23, que me llevó a conocer el ínfimo  filo entre el que se mueve la suerte o la desgracia.

Acabé la carrera, especialidad oncología. Hice medias paces con mis padres, todo parecía volver a la normalidad, pero sin ser ya nada lo mismo. Compré un piso para mi sola, aunque no me adapto a convivir con la soledad. Por ello paso el máximo número de horas que puedo en el hospital. Soy el comodín de las guardias de mis compañeros y compañeras.

“Tú tienes la mejor receta para curar”, me dijo el padrino de mi graduación. Esa medicina, según mis pacientes, es mi mirada que viaja en armonía con mi sonrisa, quizá una pose que esconde cicatrices de guerra.

El mes pasado le dimos el alta a una paciente que me marcó estos últimos meses. Una niña de ocho años que superó una leucemia.

En una de las innumerables veces que compartimos consultas y miradas, le pedí prestado el lápiz, y dibujé al azar unas cuantas filigranas sobre un papel en blanco, para después preguntarle: “¿qué es?”

 Esperaba, que me contestase “nada”, pero me respondió: “un garabato”, que para la ocasión también me valía.

“Vamos a darle vida”, le dije. Y dibujé entonces, dos pequeños círculos, un triángulo y una esfera en algún lugar del garabato, y se lo volví a enseñar:


 
 “¡Cómo se nota que te encanta curar!”. Quizá en vez de curar quiso decir dar vida.

Cuando se fue, no sé quién de las dos se vino a despedir de quien, pero nunca en mi vida un abrazo desde tan abajo, me supo a tanta vida, a tanto futuro. Tras unos minutos tuvimos que separarnos. Me quedé en cuclillas mirándola como se perdía a lo largo del pasillo, caminando entre los padres pero sin darle la mano, pues quería tirar patosamente de su mochila con ruedas, de las que sobresalían cabezas, brazos y piernas de peluches, y en la parte de red de fuera de la mochila se insinuaba el garabato curado, donde dejé mi mirada clavada, sin darme cuenta si ella llegó a girar su cabeza.  Algunas veces, esta vida en el hospital, me recuerda al poema de las golondrinas de Bécquer.

Y ahora, en estos tiempos de batalla sin pausa, donde esquivar balas víricas es una profesión, al igual que ordenarse en este caos de ir y venir por los corredores colapsados  del hospital, siento que ya no me quedan miradas ni sonrisas analgésicas. Todo va muy aprisa en este “big-bang”, donde una camilla con un paciente, provocó en mi mente una gran explosión interna que me precipitó sin misericordia  a los tiempos de las 23 centésimas. En esa camilla iba Armando De La Torre. Ex suegro y padrino de mi boda.




EL NÚMERO 23 ¿MALDICIÓN O BENDICIÓN? :

https://www.youtube.com/watch?v=HmKkVY7I7Ss




CAPÍTULO III (El 8 dormido.)

Tal vez delire, pero juraría que la chica de bata blanca que clavó una dulce mirada en mí era Clara.

¿Clara? La recuerdo como una de las personas más infelices que he conocido en esta vida que agoniza. Fui padrino de su boda con mi hijo. Un enlace que nunca he entendido, y cualquier espejo, por malo que fuera,  reflejaría que aquella relación estaba condenada a desaparecer en mitad de la nada. Meses después, me di cuenta que mi hijo se casó para eclipsar comentarios y no le afectaran en sus investigaciones y clases. Clara y su embarazo fueron elenco de una serie “B”, donde el actor principal, siguió su viaje sin equipaje ni carga alguna. Ese viajante sin maletas, era mi hijo Luis.

¿Luis? Ha nacido con alma de número. Más de una vez, quise dibujarle colores en el lienzo infinito de la belleza de las matemáticas, pero él siempre hizo trampas, y utilizaba el cálculo como una herramienta de crecimiento personal. Cada día me inventaba historias, que acababan derrotadas en el sofá de la resignación. De ahí, que él me viera como un simple profesor de secundaria, siempre se ha enfrentado a mí, y sin embargo, al igual que yo se vio apasionado por las matemáticas, pero era una pasión desapasionada, él, al igual que a Clara, y que a todos, utilizaba los números a su antojo, sin saber calcular límites en el libro del “vivir”. Pero como decía mi mujer, “para el sapo siempre nació una sapa”, no sé de dónde pudo rescatar ese dicho. Y entonces encontré para él  a alguien con la misma alma, (una sapa), una persona en que la existencia se resuma en una ecuación diferencial. Era  una alumna que tuve desde 3º de la ESO hasta 2º de Bachiller. Su nombre es Cristina Valle.

¿Cristina? Una apasionada de la estadística y familiares cercanos. Llegaba a resultados de forma que ni a mí se me ocurriría. Tenía una destreza mental fuera de lo común. Con todo, disfrutaba yo más que ella del camino al que llegaba a tan magistrales resultados.

Ella se casó poco después que Luis, y ese día me di cuenta que tampoco sería feliz con su pareja, de hecho, el más insignificante motivo era pretexto para acabar hablando con mi hijo.

¿Cristina y Luis? Estudiaron en distintos centros en secundaría. La primera vez que coincidieron fue en mi coche. Nos dirigíamos a Santiago, a las Olimpiadas Matemáticas gallegas de tercer curso de secundaria. Los dos viajaban en los asientos traseros. Por el espejo retrovisor veía que cada unos iba inmerso en sus pensamientos. Ambos pasaron a la fase nacional, en la que Cristina resulto ser ganadora. Desde ese día, hasta que acabaron la carrera se buscaban, y se encerraban en un mundo encorsetado a su medida, en que muy pocos mortales podrían sobrevivir. A Cristina la tenía como una hija más. Con el tiempo descubrí, que eran como dos almas idénticas pero…, me recordaban a los personajes de Mattia y Alice, del libro de Paolo Giordano:  La soledad de los números primos.

Nos encantaba invitar a Cristina a comer y a cenar, aún estando ella y Luís inmersos en sus conversaciones herméticas. Además de Cristina,  la única que entendía a mi hijo era Lucía.

¿Lucía? Mi mujer, el oxígeno en estos últimos 46 años. Sin duda  la persona que más echo en falta en estos momentos, y mucho más al saber la impotencia de esta obligación de estar separados por un pañuelo lleno de rosas con espinas.

Cuando me operé hace cinco años de mi cáncer, no se separaba de mi lado, cada vez que abría los ojos, allí estaba ella, era, como si comenzara una nueva luna de miel, y aquella habitación sanitaría parecía una suite donde el personal del hospital semejaban intrusos. De vez en cuando, volvía a la realidad. Lucía era reemplazada por Leonor.

¿Leonor?, mi hija. Pienso que a su manera es feliz con su marido Jorge, aunque  siempre están en tensión con sus dos hijos mellizos, Carlos y Patri. Por otra parte, la alegría de los domingos cuando vienen a comer con Lucía y conmigo.  

Y, ¿yo?, pienso que fiel a mis principios, si es que los he tenido, enfrentándome al oleaje de unos malos recuerdos mezclados con los buenos, en los que últimamente reposan mis nietos, y  en casi todos los demás  “Mi Mujer”. Compañera incansable de viaje, que no me ha dado motivos de izar velas para navegar a otras islas perdidas en océanos cualquiera. No obstante, hoy me siento polizón solitario de un viaje para el que no he quitado billete a un mañana que puede ser nunca, y así, de polizón me han ido llevando de una sala a otra, al tiempo que con cuatro o cinco trazos de brocha gruesa iba repasando una vida en la que ya pido prórrogas, aún a sabiendas que esta vez, me toca dormir, no con Clara, sino solo, ni unas horas, sino el tiempo que duerme un ocho mal dibujado, mitad dorado y otro medio plateado, coloreados por cada uno de los mellizos. Regalo, del último domingo de febrero.

 
                        CAPÍTULO IV (Probabilidad laberíntica de no acabar devorada.)

Me juzgarán de rara, pero me gusta este ritmo frenético que llevo en el hospital desde que empezó esta guerra biológica. No me deja tiempo para casi nada, pero así me olvido un poco de la soledad.

Ayer un compañero de guardia, me dijo que me iba a invitar a una suculenta cena cuando todo esto acabase. Uno de los innumerables planes que surgen en estas épocas. Por lo que su convite generó en mí una actitud indiferente. De allí a un rato, me dijo, “¡Ostia Clara, no me mires así. Si tal me pongo enfermo para que me regales una de tus analgésicas miradas!”

Mi mirada no estaba clavada más que en mi pensamiento. Todavía estaba por descifrar las sensaciones que estaban causando al resto de mi alma la noticia con la que empecé este mediodía. 

Amando De La Torre había fallecido. No tengo claro si ir al tanatorio con lo difícil que está el tema, o si llamar a Lucía, su mujer, con la única que he seguido manteniendo contacto de la familia. ¡No sé qué hacer!

Habían colocado un laberinto de biombos a la puerta del tanatorio. El operario que estaba en la entrada, tardó una media hora en autorizarme el acceso. Antes me había explicado que una vez que entrara no me volviese sobre mis pasos. Si llegaba al lugar donde se velaba el cadáver no permaneciera allí más de cinco minutos, y siempre guardando las distancias fijadas. En caso de dar con otra de las salidas, volvería a entrar por el mismo lugar. 

Aún no había llegado a ningún cruce de caminos, donde otro operario vestido con un traje de color blanco fuera de época, me dijo: “No moleste al Doctor en Ciencias Matemáticas Luis, que está aplicando “La Gran Ecuación Diferencial”, por la que estuvo luchando en todos estos años de estudio.

La verdad que tanto la primera  explicación como la segunda, compartían alcoba con la  confusión. Al  primer cruce que llegué, se bifurcaba en tres posibles direcciones, mi mente viajó a un mundo de cálculo de probabilidades, en el que mis conocimientos no eran demasiado altos. Dos años de carrera no daban para ser una erudita en el tema probabilístico, pero sí una luchadora.

En mi deambular azarístico , vi llegar como un huracán en sentido contrario, a  Luis, tirándome en su fuga del abismo contra una de las paredes de aquellos laberínticos pasillos. Detrás de él, un hombre de bata blanca ensangrentada, que detuvo su carrera para levantarme y decirme, “elige bien el camino o acabarás devorada. Los muertos también se alimentan.”

Me quedé petrificada, sin ser capaz de girarme y volver sobre mis pasos. Como todavía no me había convertido en estatua de sal, tuve que seguir con la mirada fijada hacia delante, dilucidando en cada encrucijada qué camino seguir. En mi mente se dibujó un plano que viera en una página de internet, que visito con frecuencia para pasar el rato resolviendo enigmas. Accedo a ella escribiendo en el buscador de Google: “desafiando tu mente”.

 





¿Probabilidad de que el ratón llegue
al queso,  y no sea  devorado por el
gato?







El gato ahora es un hambriento resucitado ajustándose a una  ecuación diferencial diseñada por Luis, pero con alguna condición inicial fallida. Y yo, un ratón desorientado.

En mi huída hacia adelante me vi cegada por un relámpago, seguido casi al instante por un trueno que dejó todo el tanatorio en tinieblas. Comencé a respirar profundamente, mi respiración no evitaba que escuchara rezos en latín por los distintos pasillos del laberinto, y susurros que no parecían proceder de ningún humano.

Ahora una sirena se unía al concierto de ruidos…

Una llamada del hospital me devolvió al mundo de los vivos. La ducha, además de balsámica sirvió para deshacerme de las lagañas de mi angustioso sueño. En el desayuno pensé en el relato, Lascilanea, que dejé a medio destripar  la noche anterior.  Me quedé dormida en mitad de la lectura.  

Por la tarde, volveré al hospital, mientras tanto aprovecho para terminar de leer la inquietante historia, que junto al desafío laberíntico, formaron un cóctel molotov que desembocó en una noche inquietante vestida de pesadilla.
                                                          <<   Lascilanea
PRIMER DÍA
Juan, cuando llegaba por las sinuosas carreteras que bordeaban el monte, observaba como detrás de la niebla se insinuaba el pueblo.  Se sorprendía del cambio que había sufrido Lascilanea en las últimas dos décadas.
Pasaron de 15000 habitantes a apenas 1000. Parecía un pueblo fantasma, coronado por la abadía en la cumbre del bosque, que también funcionaba como hospital. El instituto, en el que había estudiado dos décadas atrás,  ya no existía.  Se había transformado en una pensión de paso, en la que también se comía.  Juan se iba a hospedar al menos cuatro días.
Estaba ansioso de ver a los compañeros de la promoción de su bachillerato 20 años después. Casi todos se habían marchado para la capital a proseguir con sus estudios o a trabajar. Pocos quedaron en aquel pueblo, que a menudo desaparecía bajo una espesa niebla, que semejaba la Transilvania del Conde Drácula.
Una vez instalado en la pensión, programó una tarde de paseo por el pueblo, y por el frondoso monte, a las faldas de la Abadía. En su paseo se encontró a un viejo compañero del instituto, Amancio, que recogía leña para llevar al monasterio. Cuando Amancio vio a Juan, tuvo la intención de huir, pero al final se quedó un rato escuchando, sin articular palabra, semejaba extrañado y asustado.
-          ¡Cómo me alegra verte! ¿Qué tal te ha ido todo? – Preguntó Juan, esperando alguna
respuesta. Pero aquel hombre de pronunciadas ojeras, dio la vuelta y se fue con andar rápido, cargando un exagerado peso de leña que llevaba para la abadía.
SEGUNDO DÍA
La cena de los bachilleratos, se celebró bajo un ambiente agradable, en el pabellón municipal, que se habría para eventos de este tipo. Los comensales sacaron a la luz recuerdos y anécdotas ya olvidadas por algunos. Casi en la despedida, Juan comentó que el día anterior estuviera con Amancio en el monte.
-¿Amancio? ¿Qué Amancio? – Preguntaron sorprendidos algunos.
-Amancio Lapuerta, - matizó Juan.
-Imposible Juan. Amancio Lapuerta murió hace poco más de 10 años. Está enterrado en el cementerio municipal del pueblo. Le dio un derrame cerebral o algo así.-
Una vez acabada la cena, Juan se dirigió a la pensión entre tinieblas. No había luz ni en las calles ni en las casas. Todo estaba oscuro, y de la oscuridad  surgían ruidos y gritos que parecían proceder de otra dimensión, lo que provocó que acabara su camino casi corriendo. Juan fue incapaz de pegar ojo en toda la noche. No entendía nada. ¿Amancio muerto? Acabó reservando más días  en la pensión, para aclarar el cruce de cables que cortocircuitaron su cabeza.
TERCER DÍA
La lluvia había caído con intensidad durante todo el día. No cesó de llover, pero fue bajando en intensidad, por lo que hasta bien entrada la tarde Juan no salió del hostal.
El día lluvioso hizo que anocheciera antes de lo normal. Una vez que cesó la lluvia, Juan comenzó un peregrinaje al camposanto. Cuando entró por la cancilla descolgada de sus anclajes al cementerio municipal, observó que no iba a ser un trabajo duro buscar la lápida de Amancio Lapuerta, pues únicamente había cuatro pasillos paralelos no muy largos de panteones, cruzados por otros tantos estrechos caminos perpendiculares.
Cuando empezó a leer los nombres que habitaban sobre las lápidas por la primera de las filas, escuchó un  fuerte ruido que lo sobresaltó. Quedó petrificado por unos instantes. Después escuchó voces. Apagó su linterna, y decidió salir por donde había entrado y dejar de lado la búsqueda del nicho en el que supuestamente descansaba su antiguo compañero de pupitre.
No obstante, en ese momento vio como entraban dos monjas y un hombre con bata blanca. Decidió esconderse en una de las calles perpendiculares del camposanto. Desde allí, observaba una farola que sujetaba un señor de mediana edad con sotana lila. Con él estaban dos hombres sacando un ataúd de uno de los nichos. Las monjas y el médico se unieron a ellos unos segundos después.
Juan estaba invadido por el pánico, que fue en aumento al ver cómo  se abría el ataúd. El médico se arrodilló delante de la caja del muerto. Las dos monjas tapaban las maniobras que hacía el  médico, un rato después, además del cura, del médico, de las monjas y de los otros dos ayudantes que sacaron la caja del nicho, se unió otro hombre que se levantó del féretro.
El miedo sacudió a Juan, que torpemente  salió corriendo. El ruido de su huida provocó que los dos operarios comenzarán a correr detrás de él. 
Juan se introdujo en el monte que lindaba con el cementerio, no quiso encender su linterna para no ser visto, y en la oscuridad cayó por un terraplén que lo dejaba delante de un buen escondite, en una zona de frondosos helechos.
Cerca pasaban las luces de las farolas que llevaban los dos operarios a los que se le había unido el cura y que preguntaba repetidamente a gritos, - hermano, ¿eres uno de los nuestros, vienes de la otra vida? Si es así, únete a nosotros.
Los gritos repetitivos del sacerdote se fueron perdiendo a lo largo del monte. Sin embargo, Juan, paralizado por el terror, quedó escondido entre el ramaje de los húmedos helechos hasta que amaneció.
Empapado hasta los huesos, del agua de la lluvia que no paró de caer en toda la noche y medio congelado, tanto en temperatura como en miedo, Juan se dirigió a su habitación del hostal.
Permaneció  durante un buen rato bajo el agua bien caliente de la ducha. Después se metió en cama, pero pensando en lo que había vivido durante la noche. Nuevamente fue incapaz de pegar  ojo.
Barajó la posibilidad de irse para siempre de Lascilanea, pero,…
CUARTO DÍA
Su cabezonería y afán de indagación, hizo que volviera esa misma tarde al cementerio del pueblo.
Ya no llovía, únicamente la niebla cubría  a Lascilanea. Su visita al cementerio coincidió con un entierro, lo que hacía que hubiese bastante gente. Se sentía más seguro que el día anterior. En su disimulado caminar entre tumbas, le sorprendió que muchas de las lápidas estaban con manchas rojas, parecían de  sangre, momento en que escuchó, las últimas palabras dedicadas al muerto que se estaba enterrando, “Descanse en paz”, y esa voz… Esa voz  era la misma que había escuchado la anterior noche. Se trataba del mismo cura. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo, al tiempo que por fin, encontró la lápida con el nombre de Amancio Lapuerta. Quedó aterrorizado al comprobar que había muerto 11 años antes, como le habían dicho en la cena.
Esperó que se quedara el cementerio vacío, y del almacén del camposanto se cogió una piqueta, una maceta y un cincel.
Con golpes secos rompió patosamente el cemento del nicho. Las ganas de querer saber lo que se escondía allí dentro  lo envalentonaba. Tiró hacía fuera el féretro que se estrelló en el suelo, deshaciéndose en  mil trizas y dejando al descubierto lo que encerraba dentro.
Juan casi se desmaya al ver lo que escondía  la caja de madera, por ello comenzó a correr hacia fuera, pero,  como la noche anterior, entraban las dos monjas y el hombre que sacaron del ataúd. Al ver huir a Juan, el hombre  se abalanzó sobre él, con una fuerza sobrenatural que lo dejó inutilizado.
Juan fue conducido a la abadía que se asentaba en la colina sobre el monte donde estuviera escondido la noche anterior. Allí lo encerraron en un cuarto del hospital.
Desde su habitación, se escuchaban sollozos, gritos que parecían venir del más allá. Por la ventana de barrotes, vio como cuatro hombres cargaban a hombros un ataúd.
Tocaba, otra vez, una noche en vela. 
QUINTO DÍA
La luz de la mañana entraba por la mirilla de la puerta de su cuarto. Intuitivamente se dirigió hacia ella. Cuando su ojo tomó acomodo en la mirilla, cayó de golpe hacia atrás del susto de ver al otro lado los ojos rojos de Amancio Lapuerta. La piel de la cara de su antiguo compañero era blanca transparente, solamente coloreada por el rojo de especies de venas que como ríos con sus afluentes recorrían cada parte de su rostro.
-          Esto no puede ser real. Estoy inmerso en una profunda pesadilla. – Pensó.
Juan caía de sueño, pero no era capaz de dormir. En un momento que se le cerraron los párpados entró un hombre con bata blanca que llevaba bordado en el bolsillo del pecho Dr. López. Iba acompañado de una monja que cargaba con un botequín.
             - ¿Quién eres? ¿Qué hacías en el cementerio de noche? ¿Por qué profanaste la tumba de un muerto?– Preguntó el médico.
             - Dentro del ataúd no había ningún muerto, sino… – En ese momento fue interrumpido por el Dr. López, que semejaba encolerizado.
           - ¿Has visto lo que había dentro de la caja del muerto?  - Juan no contestó, pero sus ojos delataban que sí lo había visto. El facultativo siguió hablando:
         - Hace tiempo que Lascilanea se queda desierta de gente, la mano de obra para mantener la abadía y el hospital es un gasto que no podemos afrontar, por ello, reclutamos cadáveres que nunca han fallecido.
En el hospital, inyectamos un fármaco que dejan a los cuerpos muertos cerebralmente, pero en unas horas, cuando pasa el efecto del medicamento, vuelven a la vida sin apenas recuerdos pasados.  Pasan a ser nuestros siervos. Además de ser una mano de obra gratis, apenas duermen y tienen una fuerza fuera de lo normal.
El problema que se nos presenta, es que algunos se despiertan antes de que los desenterremos y empiezan a golpear el ataúd con los pies, manos, incluso con la cabeza, por ello que algunos de los nichos estén teñidos de sangre. Esos cuerpos ya no los podemos recuperar. –
Juan estaba aturdido, no daba crédito a lo que estaba escuchando. Sus ojos se resistían a cerrarse, demasiados días sin apenas dormir. En ese momento de cansancio, el médico aprovechó para sacar  del botequín que llevaba la monja una jeringuilla que llenó de un líquido encerrado en un pequeño frasco. Después prosiguió con su charla:
              - Me encanta ser un Dios que controla los hilos de los muertos y de los vivos. – En el instante en el que los párpados de  Juan se rindieron, cerrándose de golpe, el Dr. López le clavó la jeringuilla en el cuello.
SEXTO DÍA
Juan despertó encerrado en un  ataúd, no recordaba nada, ni siquiera su nombre, todo era oscuridad. Por su mente formateada sólo circulaba la idea de escapar de las tinieblas,…
SÉPTIMO DÍA
Dios descansó, …   >>
¡Eureka! He dado con la solución al desafío del ratón en el laberinto.

  

CAPÍTULO V (La clase magistral.)

Apenas llevaba circulado tres quilómetros, y ya tuve un primer control por parte de la policía local. Le dije que iba al centro comercial que estaba a dos minutos. El municipal, empapado hasta los huesos  por la fina lluvia que no dejaba de caer desde horas tempranas de la mañana, al comprobar que la localidad por la que conducía coincidía con la dirección de mi documento nacional de identidad, me dejó seguir. Proseguí con una sonrisa por lo bajo, pues por su forma de mirarme de arriba abajo,  seguramente quedó pensando si era necesario ir tan “emperifollada” para hacer la compra. Únicamente, los guantes marcaban la nota discordante en mi vestuario.

Ya en autopista, me dieron el alto tres veces. En todas las paradas acompañé la esquela  manipulada digitalmente de Armando con la falsificación perfecta de la documentación conforme era su hija.

En la última parada, un guardia civil me dijo,  muy dubitativamente, que un velatorio no era motivo para saltarse el confinamiento. Tuve que esperar que su compañero que estaba pidiendo la documentación a otro conductor, me diera permiso para continuar.

Muchos colores de uniforme, mas en ninguna de las detenciones ni un triste pésame.

La vuelta no la haré por autopista, pues ya he quedado un poco harta de tanto control. Volveré por la comarcal que en bastantes quilómetros no atraviesa ninguna población.

Además de mis idas y venidas de memoria al pasado, la lluvia fue compañera en todo mi viaje. Pensé en la noticia agradable de la noche anterior, donde un anciano de más de ochenta y cinco años abandonaba el centro hospitalario tras superar la enfermedad del Covid-19. Me emocionan las escenas de la gente que supera al virus, andando entre aplausos y a distancia entre el personal sanitario, de limpieza y otros operarios del centro. A buen seguro se abalanzarían sobre ellos para darle un abrazo infinito de gratitud, pero desaparecen por el pasillo de aplausos, protegidos por máscaras, guantes y una batalla vencida contra el enemigo.

El trazado de la salida de autopista es caótica, señales indicativas que despistan, y después de vuelta viene vuelta va, desemboco en la calle del tanatorio. ¡Menos mal que no hay tráfico!

Antes de entrar, apagué la radio. Ni cuenta me había dado de que estaba encendida. Mi  memoria la tuvo eclipsada todo el trayecto. Eché un poco de perfume, me retoqué los labios,…

Al entrar, embadurné los guantes discordantes con el líquido desinfectante de la entrada. Como me esperaba, en vez de salas de velatorio, el tanatorio semejaba un palacio abandonado. Al fondo, un trabajador de la funeraria y un cristal. Tras el cristal,  Luis que estaba solo. Y tras Luis, otro cristal, en donde estaba el féretro de Armando.

Vestimenta despistada, nada fuera de lo normal en Luis, con máscara y guantes. No tardó en fijar sus ojos rojizos en mí. Así permaneció por largo tiempo. Entonces sacó del bolsillo su teléfono y lo levantó. Yo hice lo propio con mi móvil que apenas tenía batería. No tardó en sonar.

Lo llevé a la oreja derecha y permanecí callada dos, tres, muchos minutos escuchando un fuerte respirar que no se dejaba atravesar por la articulación de ninguna palabra.

Entonces, fui yo con  un “lo siento muchísimo” quien entre lágrimas rompió aquella tormenta de respiración entre el mutismo. Después silencio, y más silencio.  Tres minutos, quizás siete sin escuchar nada. Y tras otros tantos minutos, vi como dejaba caer su teléfono y  salió detrás de la barrera de cristal rompiendo todo protocolo de lo habido y por haber. Me abrazó. En ningún momento rechacé aquel contacto tan deseado de siempre – este maldito virus  nos está rompiendo el alma – dijo. Un operario de la funeraria, a distancia, gesticulaba como un energúmeno que nos separásemos. Incluso, llegó a golpearnos con el mango de una fregona, pero no se había inventado arma para romper aquel instante. Un instante, donde el lloro perdía su identidad, sin saber si era de tristeza o alegría.

Después, ya a distancia, estuvimos otro largo tiempo cara a cara sin decirnos nada.

Momento de  "Mamihlapinatapai".

El reloj hizo su papel de juez y dictó sentencia. Tocaba irse.

Iba a subirme al coche, cuando por segunda  vez ese día, escuché desde la puerta la voz de Luis.

–Cristina – Me volví. Era todo oídos. Y nuevamente minutos de silencio, hasta que añadió:

–Gracias por venir.– Otro momento de "Mamihlapinatapai".

Camino de vuelta, no eran ni las tres de la tarde, y aquella lluvia, además de triste convertía el día en noche. Circulando por carreteras secundarias pensé en una de las  clases magistrales de Armán.

Estábamos en cuarto de la ESO, y nos llevara a unas fincas que formaban una gran explanada. Aún no había llegado la primavera, por lo que ni la hierba ni pampullos, ni similares daban color a aquellos terrenos. Delimitó con unas palos una parte del solar en figura geométrica exageradamente irregular. Después nos dio una cinta métrica, y nos dijo que tomásemos las medidas necesarias para calcular la superficie.

La trigonometría, tema que en aquel momento estábamos abordando, de poco o nada nos servía. Cuando nos vio como patos desorientados entre los palos que delimitaba aquella área, dijo:
“Hay gente que puede llegar a ganarse la vida con lo que les voy a explicar. Ya ven que los cosenos, senos y tangentes sin aparatos avanzados, de poco nos sirven en situaciones como esta. Así, que tendremos que triangularizar la superficie y echar mano de una fórmula que no se acostumbra a estudiar en la enseñanza obligatoria”.

Fue aquel día cuando conocí La Fórmula de Herón.

Distraída en mis pensamientos mientras conducía, una curva con poca visibilidad, tras otra curva traicionera mezclada con un asfalto resbaladizo, provocó, que lo último que se me pasara por la mente en aquel momento que caía por un terraplén del que no se veía el final,  fuera el abrazo de Luis.

CLASE MAGISTRAL (FÓRMULA DE HERÓN)


CAPÍTULO VI (Un “casi” que lo es todo.)

Entre llamada y llamada, siempre con el mismo resultado “teléfono apagado o fuera de cobertura”, me mantenía ocupado paseando por  las estanterías de libros de mi padre. Mi madre reposaba tras el descanso de la segunda siesta. Tengo que animarla, al menos mientras mis sobrinos no puedan venir a verla. Este maldito confinamiento nos está consumiendo a la velocidad de la que un gusano se come una manzana.

Me detuve en uno de los libros que descansaba en un estante, bautizado por mi padre con el nombre de Gauss. Cada uno tenía un nombre de matemático. El libro en el que clavé mi mirada lleva por título “Dios creó a los números”. Ese libro se lo regalé yo. Al abrirlo por la segunda hoja, vi escrita una dedicatoria, que no era mía. No acostumbro a dedicar los libros que regalo.

En ella se leía, “Regalo de mi hijo, al que tanto admiro, por mi 63 cumpleaños”.

En aquellos tiempos, podría estar ya jubilado, pero él amaba a la docencia, por lo menos la mitad que a su familia. ¡Y ese semiamor era muchísimo!

Yo también lo admiraba, aunque nunca se lo dije. Hice la carrera de matemáticas por él y por algo más, pero para superarlo, y ahora, … Me veo huérfano del padre que supo compartir los números con otros compartimentos de la vida. Él supo ocupar su lugar en este mundo, ¿y yo?. Lo más triste es que he residido toda mi vida en un búnker de muros matemáticos, y sin nada más. A diferencia de mi padre, no supe compaginar las matemáticas con ninguna otra cosa  ¡Cuántos reproches bombardean sin compasión mi mente estos días!

Otro intento, y otra vez ““teléfono apagado o fuera de cobertura”. Entonces, me tocó marcar otro número. Tras un proceso de identificación y otros trámites superfluos, la conversación desembocó en la siguiente pregunta:

– ¿Cuánto tiempo dice?
– Un día.
– ¿Y cuál es su parentesco con la supuesta desaparecida?
– … Supuesta no. Desaparecida. Yo soy un amigo.
– ¿Amigo?
– Novio. Novio comprometido. - Novio. Comprometido- ¡Qué forma más ridícula y arcaica de expresar una relación con alguien. ¡Cómo queda a la intemperie mi inexperiencia  en asuntos de amor!
– Recuerde que nos tiene que facilitar: una fotografía reciente, descripción lo más detallada posible, con todas las características físicas y rasgos diferenciales, ropa que llevaba en el momento de desaparecer, datos identificativos (DNI, libro de familia, carnets...), información relevante tanto de la desaparición como sobre la persona desaparecida. – Me he vuelto a perder en la espiral de la burocracia,  pensaba para mí. No me acuerdo ni la ropa que llevaba puesta ayer. Todo esto me está hundiendo en la más absoluta  inutilidad. Un infinitésimo en temas del corazón. Ni tan siquiera me acuerdo si su apellido era Valle o Del Valle. Para más inri no tengo ningún contacto con nadie de su familia ni amigos. En momentos como este me acuerdo de mi padre cuando me decía “Las Matemáticas lo son casi todo” haciendo énfasis en “casi”.  Fuera de ese “casi” hay infinitas cosas. Entonces, se me encendió una bombilla que dio lugar al plan “B”. –
– ¿Y no se podría rastrear su teléfono?
– Si lo tiene apagado no podemos localizarlo. – ¡Ufffff! El plan “C” surgió fácil, trivialmente, pero esta vez quien lo tiene que llevar a cabo soy yo. Colgué el teléfono. La huella de mi ineptitud quedó de sobra demostrada.

Eché mano de mi deducción lógica. Obviamente, Cristina no pudo volver por autopista, pues quedaría huella de ello. Así que algo le tuvo que ocurrir por la carretera comarcal, ya poco transitada de por sí, pero con el tema del estado de alarma si cabe más. Contacté con Jorge, mi cuñado, que es taxista. Lo puse al tanto de mi clarividencia, como si yo diese por seguro que algo le sucedió a Cristina en esa comarcal. Sólo quedaba rezar para que no fuese nada grave.

Volví a esconder mi preocupación tras la cortina de humo de libros que reposaban de forma metódica en los estantes. Pero pronto se desvanecía ese hilo de humo y... Mi mente volvía a ir en la búsqueda de  Cristina.

El día anterior en el tanatorio me quedé mudo cuando la vi. ¿Motivo? Quizás la situación de velar casi en la soledad a mi padre y no esperar verla allí. Estaba como salida de un cuadro impresionista, parecía un ángel en aquel faraónico pasillo desértico. Al no poder articular palabra, tan pronto escuche su pésame,

Salí a su encuentro. Necesitaba a partes iguales recibir y dar un abrazo, tan cotizados a día de hoy. Un antídoto a  este maldito virus  que nos está rompiendo el alma.

La conocí en el coche de mi padre.  Ambos contábamos con 14 años, y la primera impresión fue horrible. La odiaba, un odio que duró años, seguramente alimentado por ser el ojo derecho de mi padre. Raro era la comida que no saliera a relucir su nombre. Ella, sin duda, fue el trampolín para que me dedicase en cuerpo y alma a los números, obsesionado en superarla en resultados académicos.

Con el paso de los años, nos soportamos hasta el punto de necesitarnos.

Después nuestras trayectorias convergieron en direcciones opuestas, hasta ayer, que descubrí el precio incalculable que puede tener un abrazo. Salí tras ella para decirle lo que nunca antes pude, pero pensé que no era el momento, ¡qué forma más estúpida de esconder mi cobardía a los sentimientos! Enfrascado en mis apotegmas, una llamada de teléfono me devolvió al presente.
La llamada era de  Jorge.  


CAPÍTULO VII (Estrategia ganadora.)

No murió en mi taxi. Al menos eso es lo que me dijo Manuela minutos después de llegar al hospital.

¡Qué difícil me resulta todo! Complicado asimilar la situación que estamos atravesando, y más en mi gremio, ahora que casi no se mueve ni una rama.

Intento colaborar con todos mis compañeros, compartiendo carreras y cartera, por ello les cedo en la medida de lo posible parte de mi clientela.

Porque en estos tiempos soy un afortunado. Mi padre además del legado de la licencia del taxi, me dejó un amplio abanico de clientes del pueblo.  En su mayoría gente ya de avanzada edad que vive sola y que necesita desplazarse a centros de salud o mismamente a hacer la compra.

Esta mañana trasladé al hospital a Antonio. Apenas se podía mover en el asiento trasero del coche, hasta el punto que quedó con la mirada perdida en ninguna parte. Aceleré lo más que pude, y una vez que llegué a la puerta de urgencias, llamé al personal sanitario y les dije que creía que estaba muerto. Me quedé helado. A Antonio lo conocía desde que yo era niño. Su mujer y él mantenían una relación muy estrecha con mi familia.

Me vi desbordado por la situación. Permanecí en la parada del hospital, y aproveché para limpiar con desinfectante el taxi, sobretodo el cristal interior colocado recientemente que separa la parte delantera de la trasera del coche.

Para evadirme un poco del momento llamé a  Leo, mi mujer, con el débil pretexto de preguntarle por los niños. Ella no lleva demasiado bien que esté tan activo estos días. Por las noches no me deja verlos, y duermo solo en una habitación.

Estos días está más susceptible de lo normal, debido a la enfermedad contraída por su padre y después a su evolución irreversible. Mi suegro se enterró ayer sin poder ella asistir a su incineración. Esta situación de aislamiento y susceptibilidad se ve agravada por un tumor que le encontraron en su última consulta. En principio un tumor no maligno en la cabeza,  del que iba a ser tratada la semana pasada, no obstante la cita se aplazó hasta nuevo aviso.

Y así, en esta situación estamos, esperando que todo vuelva a una normalidad disfrazada, porque ya nada volverá a ser los mismo, y más sin su padre Armando De La Torre.

Armando me enseñó estrategias ganadoras de juegos entre dos contrincantes, con los que pasaba el tiempo de espera en la parada de taxis. Uno de ellos consiste en retirar una, dos o tres monedas de un tablero o mesa. El último en coger gana. No tiene por que jugarse  con un número fijo de monedas.

Mis suegros, junto con mis padres, fueron una ayuda continua en todos los sentidos para nosotros. Y más con el nacimiento de los mellizos, que en muchas ocasiones dejan derrotada a Leo, descargando parte de su cuidado a abuelos maternos y paternos a partes iguales. Yo, con el tema del taxi, me escaqueo todo lo que puedo, pero también tengo reservada una dosis generosa de cuidado de los trastes.

Cuando estaba sacudiendo las alfombrillas plásticas que protegían a las originales del coche, mi angustia no soportaba más aquella situación. Tomé el toro por los cuernos  y llamé a Manuela. Un temblor permanente circuló por todo mi cuerpo. Me resultaba misión imposible fijar el teléfono a la oreja.

Le conté que poco después de subirse al coche, Antonio quedó inmóvil y que es posible que llegará muerto al hospital. Cuando me dijo que había sido una catalepsia pero que ya estaba bien,… respiré. Después de decirle no sé cuantas cosas y de agradecimientos mutuos, un número par de lágrimas de alegría invadieron mis mejillas. Me emociono con facilidad, y más últimamente.  El día tomó un giro de ciento ochenta grados, con la aguja de la brújula marcando dirección: “saldremos de esta”.

Desde que se activó el estado de alarma, a pesar de rostros maquillados por la preocupación, he notado un ambiente más humano y cercano. El agradecimiento de algunos clientes hacía nosotros sufrió un cambio abismal.  

Me contó un compañero que una clienta le dejó la tarjeta de crédito para que le retirase cierta cantidad de dinero. Otro, me comentó que no pudo cobrarle a un enfermero que salía llorando de  una residencia de mayores.

Al tiempo que conducía en dirección a la parada del pueblo, me sonó el móvil. Era mi cuñado.

Luis es hermano de mi mujer. Lo tenemos por un tipo raro o más bien un poco especial. Al principio pensé que me llamaba por motivos de herencia o algo similar. Sin embargo, me comentó que una amiga que había estado ayer en el velatorio de su padre tuvo un accidente en algún punto de la comarcal, y que nadie había notificado el suceso.  

Todo me pareció extraño. Pero cuando Luis afirma  algo, pocas veces falla. De hecho en las comidas familiares nunca entra en las discusiones de sobremesa. Solo abre la boca para decir “dos más dos son cuatro”. Siempre se mueve sobre terrenos bien firmes, sin dejar lugar a la opinión ni debate.

La lluvia no dejaba ver posibles frenazos en la calzada, pero como profesional del volante, me detenía en las curvas más cerradas y peligrosas. Así fue como llegué a ver un coche en una finca después de recorrer unos treinta o cuarenta metros de desnivel.

Ahí me invadió un mar de dudas. ¿Llamo a una ambulancia? ¿Y si no hay nadie dentro y ese vehículo lleva ahí varios días, incluso semanas? ¿Llamaré primero a la policía? ¿Y qué les digo? Entonces, me vi en uno de esos momentos en los que tengo que buscar una estrategia ganadora.

Llamé a Luis, preguntándole qué coche tenía la chica. Después de unos segundos  de silencio, me gritó sobresaltado la marca ,modelo y color, como si le llegará de repente una luz divina de inspiración.

Una vez que colgué me apresuré a llamar primero a la ambulancia, después a la policía. Por último me dirigí campo a través hacía el terreno donde estaba el coche.




CAPÍTULO VIII (Perdurable.)

No hay nada más triste que morirse solo. Y no hay peor herencia para los vivos que no poder despedirse de quien has amado casi toda una vida. Son innumerables los recuerdos que bombardean mi mente estos días, tantos que ya no sé diferenciar los que fueron reales de los que me gustarían que lo fueran.

¡Qué hueco insondable ha dejado en mí su ausencia! Una ausencia, que hasta cierto volumen podría ser ocupada por mis nietos. Fruto prohibido en estos tiempos.

Son bastantes las ocasiones que no me apetece levantarme. Tampoco seguir en un infinito reposo en mi cama. Pienso que me esperan demasiados días dicotómicos, en los que decidir se convierte en una complicada  profesión.

El entorno no ayuda a mejorar el estado de ánimo. Mi hijo preocupado porque yo esté bien, y es él el que está hundido. Jamás exteriorizó su amor hacia su padre, una forma de autodefenderse de lo mucho que lo admiraba, unido también a lo mucho que lo quería.  Nunca fue capaz de romper ese muro de acero construido con cimientos numéricos en los que tenía su residencia.

Acababa de llegar Luis de la compra. Estaba escribiendo la fecha de hoy en las pegatinas que colocaba con exagerado tino en los productos que había comprado, al tiempo que cambiaba de zona de la alacena otros que había adquirido días atrás. Era la alacena de los productos en cuarentena. Llevaba al límite las medidas de confinamiento, productos desinfectantes, mascarillas, guantes,.. 

Su aspecto blanquecino debido a que el sol no brillaba en el enclaustramiento, acentuado por unas exageradas ojeras,  empezó a preocuparme. En un movimiento casi innato, le coloqué bien el cuello de la camisa. Entonces, su flaqueza me hizo fuerte. Luis no es un hombre de abrazos, y hoy… Se desplomó en mi hombro, al tiempo que susurraba entre lágrimas como se venía abajo en días todo lo que más había querido en esta vida. Ese carrusel de desahogos de una persona que siempre vivió atrincherado en sí misma me hizo sentir más madre que nunca, ¡qué más que ceder un hombro a un hijo, y si es necesario la vida!

Tan pronto Luis me informó del accidente de Cristina Valle y la impotencia que siente por no saber de su estado, provocó que yo en secreto tirase de unos cuantos  hilos. Llamé a mi ex nuera.

Clara descendió a los infiernos en el tiempo que estuvo con mi hijo. No tuvo el apoyo de nadie en su relación. Cierto es, que no se dejaba aconsejar refugiándose en una isla sin salida a ninguna parte. Sin embargo siempre tuvo una relación afable conmigo. No hemos dejado  de estar en contacto. Incluso después de la separación seguimos comunicándonos. La última vez fue para darme su sentido pésame por la muerte de Armando.

Cuando la llamé preguntándole por el estado de Cristina, no tardó ni media hora en devolverme la llamada para informarme. Deduje que su presura era sinónimo de buenas noticias.

Luis había bajado al trastero. Yo estaba colocando la mesa. Habíamos cocinado carne con pasta.

Al entrar, se detuvo en la zona de desinfección. En unos minutos me acercó un sobre que había recogido en el buzón. Era una postal de mis nietos. Una felicitación adelantada por el día de la madre. Entonces saqué una botella de vino tinto de la zona de la alacena fuera de cuarentena, y propuse un brindis. “Por ti y por Cristina”.

Le informé que estaba fuera de peligro. Un par de costillas rotas, unos días de observación y que pronto le darían el alta. Su familia ya estaba informada.

Otro milagro. Los brazos de Luis me envolvieron por segunda ocasión en un mismo día en un cariñoso abrazo.

Después comenzamos a comer. Por primera vez en varios días todo me pareció que volvía a la normalidad. La situación dibujó una sonrisa en mi cara y también en mi mente al recordar un puñado ridículo de palabras que formaban parte de un microrelato en gallego. Me hizo sentir, reír, añorar,.. mágico cuento que había leído por la mañana y que  llevaba por título “Perdurable”.


CAPÍTULO IX (El escapista.)

No se hablaba de otra cosa en el hospital que del paciente de la habitación 404. Era la comidilla de esa mañana. La guardia civil nos informó que un recluso se había fugado de la cuarta planta. El suceso nos dejó preocupados y sorprendidos a partes iguales. Llegaron órdenes de que no se filtrase información de lo acontecido. No interesaba que el suceso transcendiera  a los medios de comunicación.

De todas formas numerosos chismorreos iban circulando por los distintos distritos del hospital. Estos murmullos  fueron tomando cuerpo de información veraz con el paso de los minutos. Llegamos a saber que el recluso estaba ingresado por neumonía. Se le habían hecho las pruebas del Covid-19 dando negativo y que estaba en prisión por saltarse multitud de controles policiales. En uno de ellos su coche se llevó por delante a dos vehículos de la guardia civil.

Cuando yo estaba en las visitas de pacientes por la mañana, me encontré con Carlos. Quería dar a entender que semejase algo casual, pero ese encuentro poco tenía de aleatorio. Él tendría que estar haciendo las visitas de sus pacientes en otra planta del hospital.

Entonces me dijo: <<Sé todo, y cuando digo todo es todo lo relacionado con el “escapista”. Si quieres te lo cuento mañana, mientras comemos la pasta más rica del mundo. >> Seguí mi orden de visitas, dándole a entender que no me interesaba lo más mínimo lo que me decía. Cuando ya entraba en una de las habitaciones prosiguió: <<Me  especialicé estos días con los mejores tutoriales de chefs reconocidos mundialmente>>. Aunque nunca se la mostrase, este hombre siempre me arrancaba una sonrisa.

Ya acabada la hora de consultas, me acordé que al día siguiente tocaba comer con mis padres para celebrar el Día de la Madre. Necesitan respirar. Desde que comenzó el “estado de alarma”, como a tanta gente mayor, se están muriendo en vida con el aislamiento. Estaba pensando algún regalo para mi madre, pero no se me ocurría ninguno. Malas épocas para regalar, apenas hay sitios abiertos. Al tiempo que ordenaba mis pensamientos, sonó el móvil. Era Lucía. Estuve a punto de no descolgarle. Suponía el motivo amargo de la  llamada, y me sorprendía que lo supiera.  Mi intuición resultó ser errónea, el motivo de comunicarse conmigo era saber el estado de salud de una paciente. Cristina Valle. Respiré.

Cristina Valle. Asistí a su boda. Una ceremonia de larga resaca. Luís me hizo disparar infinidad de veces una cámara digital en cuyo recuadro aparecía él (nunca lo vi tan contento posando) y la recién casada. Yo también tengo dos fotos con Cristina.  Las guardo en algún cajón que lleva mucho tiempo sin abrir.

Cuando ya supe algo en firme de la situación de la paciente y que su estado no revestía gravedad, quise ser mensajera de buenas noticias. Lucía, en estos días seguro que está necesitada de ellas, y más, después de la última conversación que tuvimos con motivo de darle mi más sentido pésame por la muerte de su marido. Se me deshizo en lágrimas al otro lado de la línea debido a no poder despedir a Armando. Únicamente Luis estuvo unas pocas horas con él en el tanatorio antes de que lo incineraran.

Esta vez nada tuvo que ver con el azar. Fui yo quien buscó  a  Carlos con el pretexto de hablarle sobre su “megariquísima” pasta.  Ya sé el regalo que mañana le voy a hacer a mi madre.

Jorge estaba en la parada de taxis del hospital peleándose con un crucigrama del periódico que no daba encajado. Momento en que alguien abrió la puerta trasera izquierda del coche y echándose al suelo entre asientos le dijo: “arranca si no quieres que te pegue un tiro”.


CAPÍTULO X (Por lo que pueda ocurrir)

Cuando dijeron mi nombre: “Leonor De La Torre”, ya sabía que la llamada procedía del hospital. Dos semanas atrás, recién empezada la fase 1, me había llamado mi ex cuñada Clara explicándome la situación.

Me había dicho que una vez que desembocáramos en la  fase 2 de la desescalada se espera un alivio en los quirófanos por lo que me citarían para operarme del tumor, en principio  no maligno de la cabeza,  aunque pienso que no tenían del todo claro su diagnóstico.

Cuando Clara tuvo conocimiento de mi caso, enseguida se puso al mando del tratamiento a seguir. Es como si estuviese en deuda con la familia, cuando realmente somos nosotros quienes deberíamos estar arrepentidos por lo mal que lo ha pasado en su relación con Luis. Ella me ayudó a mantener en secreto mi tumor. No quiero aumentar el equipaje de preocupaciones de mi madre. A Patri y Carlos, mis hijos mellizos, les mentí diciéndoles que iba a pasar unos días en casa de su abuela, porque a Luis le surgió un viaje.  La palabra “operación” todavía no la tienen recogida en su diccionario de infancia.
Todo este tema lo llevo fatal. Pensaba que con los años había perfeccionado una esforzada retórica a las novedades que puedan surgir. Pero esta situación me supera. Ha menguado a pasos agigantados mi espacio de libertad. Con los niños en casa, apenas me queda tiempo para nada. Ahora, intento hilvanar con precisión algebraica pequeñas cosas que configuran mi mundo. He cambiado el orden de los armarios permutando la posición de privilegio de la ropa de invierno por la  de verano. Cada prenda estival pasó por la lavadora, después por la plancha. He aspirado mi discreto piso de adelante atrás y de atrás para delante un número de veces del que he perdido la cuenta. Hago las cosas como si no hubiese un después. Dejo con miras lejanas las mudas de los niños y de Jorge.  Y entre unas cosas y otras, no paro de depilarme, a veces casi hasta hacerme sangre. Nunca se sabe lo que puede venir. En situaciones como estas recuerdo lo que me decía mi abuela. <<Hay que cambiar todos los días la ropa interior, por si acaso algún imprevisto  nos haga desembocar en un hospital. >>

Con el taxi en el taller, Jorge tomará mi relevo, ayudado por la vecina del tercero con la que nos llevamos muy bien. Su hijo quedaba a mi cuidado cuando ella se iba a trabajar al supermercado.

¡Qué aventura lo del taxi!

Hace dos semanas un recluso que estaba siendo tratado en el hospital entró en el taxi de mi marido amenazándolo con matarlo. Bueno, cuento lo sucedido según Jorge, que siempre intenta magnificar y adornar adjetivalmente cualquier historia por insignificante que sea. En ese momento en el que se sintió amenazado, de un golpe brusco, pero muy inteligente, sacó las llaves del contacto del coche, quitó el freno de mano puso la marcha en el punto muerto y salió ágilmente del coche, al tiempo que activaba con el mando de la llave el cierre automático.  Según él, toda la arriesgada maniobra se realizó en menos de diez  segundos. La pequeña pendiente de la parada de taxis y la ley de la gravedad se ocupó del resto.

Pobre coche. Y no por los daños sufridos por la inercia del movimiento, pues acabó deteniéndose suavemente en un camino embarrado de tierra, sino por las patadas que el fugado empezó a propinar sin ton ni son dentro del vehículo al ver que no podía salir.

La guardia civil que llevaba en alerta toda la mañana llegó pronto al lugar donde el taxi hizo de celda al preso.

Al final no poseía ningún tipo de arma. Lo que sí tenía era una fractura seria de  tibia y peroné, por lo que su instancia en el centro hospitalario iba a contar con una pronunciada prórroga. Un escapista sin escape por un largo periodo de tiempo.

Jorge cuenta una y otra vez su hazaña, y aunque mi mejilla resignada al hastío acabe aplastada sobre mi mano izquierda, los niños escuchan lo que su padre cuenta como una pasión indescriptible, como si de un cómic de superhéroes se tratara.

Después del arresto del escapista, un guardia civil se quedó con Jorge, haciéndole una serie de preguntas, algo así como un interrogatorio informal. Al terminar, el miembro de la benemérita  le dio un número de teléfono para que el taller al que llevara a reparar el coche llamara para peritar el arreglo. El cuerpo de La Guardia Civil se haría cargo del coste. En la despedida, el agente con el dedo pulgar le hizo un gesto aprobando su actuación. Jorge percibió que la informalidad de actuación del guardia civil afeaba su heroicidad. Pero lo que más fastidió a Jorge,  fue que su proeza careció de todo tipo de eco en los medios de comunicación.

Se quejaba diciendo: <<La prensa reserva sus cinco o seis páginas a la información de deportes cuando no hay ningún tipo de actividad deportiva. Y sin embargo, las noticias de tremenda actualidad como la captura de un peligroso recluso, pasa desapercibida. Lamentable. >>

Mi marido por veces es un encanto y nos alegra el día con sus "aventurillas".

Mi madre me llamó hace un par de días. La noté animada. Me dijo que con el lío de las fases de desconfinamiento se pierde. Pero si algo le quedó claro es que ya puedo ir a visitarla. Anhela verme. Se justifica que tiene algo importante que comunicarme con respecto a Luis. ¿A saber lo qué? Pero por el momento tendrá que esperar unos cuantos días para poder contármelo.


CAPÍTULO XI (La noche más larga)

Aquel día, cuando el calor golpeaba sin caridad cada rincón de la casa, Luis se refugiaba a la sombra de un viejo ventilador que regalaba más ruido que aire. Sin embargo, ese molesto chasquido de las aspas descoloridas no lo desconcentraba en la ardua tarea que estaba realizando. 

Con delicado cuidado y exagerada precisión milimétrica, como si tuviese todo el tiempo del mundo, Luis rellenaba las celdas de Excel con los resultados de los distintos subapartados de los ejercicios que su alumnado había subido a la plataforma creada por él mismo.  Esa actividad le sirvió para dejar  de momento aparcado en el arcén del olvido los pensamientos con los que había compartido almohada los últimos días. Pero pronto, por una autovía germánica sin límite de velocidad, desembocó otra vez la noticia por la pendiente de su mente. “Cristina despertó sin recuerdos”.

La ausencia, seguramente transitoria, de memoria de Cristina apenas le dejaba espacio a otras preocupaciones. Luis era consciente que en esta terapia de recuperación de su compañera  él jugaba un papel estelar. Por recomendación de la familia de Cristina, desde el centro hospitalario citaron a Luis para que tuviera un encuentro con ella.  El cuerpo a cuerpo le amedrentaba. Volvió a encerrarse en sí mismo. Una posada que frecuentaba con asiduidad.

Ese hermetismo lo irritaba, hasta el punto de enfadarse con su madre. Las aguas bajaban turbulentas con el inicio de la segunda fase. La madre de Luis solicitó más independencia. Luis se negó de lleno, empezando con un tira y afloja que terminó con la frase lapidaria de madre a hijo: “Prefiero morir reflejándome  en los ojos de mis seres queridos que vivir enclaustrada entre cuatro paredes para tener tranquila  tu caprichosa conciencia”.

Así fue como empezó Lucía a hacer nuevamente la compra, que seguía pasando por la alacena de la cuarentena bajo un control bastante menos estricto. Quedaba con alguna que otra amiga, con conocidos de ella y su marido para ponerse al día asentando cuatro bofetadas a un pasado aún muy cercano. Lo que no entendía Lucía es por qué sus nietos tardaban tanto en venir a visitarla.

En una de esas reuniones con amigos de ella y de Armand, se produjo una situación algo violenta, cuando ella los informó de la muerte de su marido. Las lágrimas no se pudieron contener por ninguno de los presentes. En ese momento Lucía se sintió mal por no haberlos avisado, mas se justificaba en: “es tanta la gente que una se olvida de informar por la neblina del llanto en ese tipo de situaciones”.

Aunque ella luchaba por volver a una normalidad más o menos como antes, se daba cuenta que iba a ser misión imposible. Sin embargo, esa normalidad volvió en su relación con Luis. Las aguas volvieron al cauce natural en el momento que Luis abandonó su mutismo y comunicó a su madre que lo habían llamado para informarle del estado de amnesia de Cristina. Le contó que estaba perdido entre un mar de dudas sin saber cómo actuar en la cita concertada.  Lucía lo miró con un desaire teñido de profunda duda misericordiosa, para a continuación recriminarle sin anestesia una certeza indiscutible. “Una relación no es una operación matemática. Un error puede dejar profundas cicatrices en una persona”.

No le gustó a Luis el símil que había hecho su madre. Un error matemático puede romper en un millón de pedazos la armonía del planeta. Pero ahora tocaba hilar más fino. Era momento de poner orden en sus sentimientos. Las palabras de su madre eran lanzas disfrazadas de reproches por su relación con Clara. Un enlace que fue un error no asumido en su día. Pero con el paso del tiempo,  aquel matrimonio  condenado a naufragar, fue calando en lo más profundo de su arrepentimiento, incluso, dejando por el camino la vida de un inocente.

Tocaba de alguna manera, resarcirse de errores pasados. Llegar al alma de la gente al igual que llega a la de los números. Imitar a su padre, que siempre supo poner lindes entre las matemáticas y la vida sentimental, compatibilizando miserias y alegrías entre ambos universos.

Sus pensamientos lo martirizaban al tiempo que se introducía en la noche, antesala de la cita más importante. Incluso más determinante que cuando leyó su tesis doctoral. Las preocupaciones de Luis convergían a multitud de combinaciones que bombardeaban sin clemencia la forma de actuar una vez llegado al hospital. Se preocupaba porque no sabía qué Cristina se iba a encontrar. Esto unido a su exigua experiencia en temas del corazón, le taladraban la mente sin poder conciliar el sueño.

La mente de Luis era un crucigrama de difícil resolución, lo único que tenía claro era: que estaba inmerso en la noche más larga.


CAPÍTULO XII (Intégrate)

Supuso una sorpresa para todos, cuando cuatro minutos después de venir al mundo la sietemesina Leonor, nació el sietemesino Luis. Nadie lo esperaba. A Armando De La Torre, quien no cabía en sí  de orgullo luciendo a su hija en brazos, se le quedó la cara de póker al ver que de golpe tenía un dos por uno. Ese semblante que se le había quedado a Armando cuarenta y dos años atrás, viajaba en el tiempo como una ráfaga de viento fresco a la memoria de Lucía. El amor que sintió por aquel hombre, solo ella lo sabía. Aunque también era consciente de lo mucho que lo querían las personas que llegaron a conocerlo. El profesor Arman, así le llamaban, marcó el destino de muchísimo alumnado que compartió aula y aprendizajes con él.

Enfrascada en esos pensamientos andaba Lucía aquella mañana; barajando una fecha para la misa funeral de su marido, aprovechando que el cambio a la fase tres estaba cerca.

La familia nunca fue muy creyente. Se contaba con los dedos de las manos las veces que entraron en pleno en la iglesia. Pero ese laicismo no era excusa para no conmemorar por todo lo alto la celebración religiosa. Era un pretexto más que justificado para juntar a las muchas personas que no pudieron despedirse de Armando; además de una oportunidad para que los asistentes pudieran dibujar en alguna lámina de su retentiva vivencias compartidas con él. Lucía pensaba, así, que mientras la figura de su marido permaneciera dibujada en el tapiz de varias memorias, más perduraría en este mundo.

El bochorno que acompañó a Luis en todo el trayecto unido con el calor innato del hospital, provocaba que la mascarilla funcionara como un estrangulador de aire a sus pulmones.

Una vez que Luis llegó a la puerta de la habitación de Cristina, una médica de edad incierta y voz de fumadora, le hizo una entrevista para, después a pequeñas pinceladas, informarle de la forma de actuar con la paciente. Al entrar tras la facultativa, Luis quedó ocho pasos detrás. En parte guardando la distancia recomendada y por otro lado invadido por una sobredosis de pánico. La doctora se sentó en una silla frente a Cristina, y comenzó a hablarle con un tono de voz tan distorsionada que llegaban las frases desintegradas a los oídos de Luis.

En cierto momento, ella se giró ligeramente para evitar ser eclipsada por la médica y ver quién se encontraba detrás. Entonces Cristina Valle se dirigió a Luis y le preguntó sin esperar respuesta,  –  ¿No serás como la función “e elevado a x”, y te dé igual integrarte? –  En ese momento en la cara de Luis se dibujó una sonrisa de mejilla a mejilla que no cabía dentro de la máscara recordando el archifamoso chiste matemático.

La médica apartó su silla y le facilitó otra a Luis para que ahora fuera él el que se sentará enfrente de Cristina. Permanecieron un largo rato mirándose a los ojos sin decirse nada. Era una pose en la que ambos se sentían a gusto. Luis se había olvidado de las instrucciones que le había dado la doctora antes de entrar, y ella… No se sabe de lo que se había olvidado. Los dos estaban sumidos en una maravillosa  amnesia.

Luis alargó su brazo y le dio el libro que casi veinte años atrás ella le había regalado en su casa. Cristina agarró el libro con ambas manos. Leyó en alto El amor en los tiempos del cólera, como queriendo probar de que las palabras todavía sobrevivían en los tinteros de su memoria.

Luis comenzó, titubeando, a hablarle del calor que hacía, de que la normalidad estaba volviendo por fases, de lo difícil que resultaba llevar la situación, lo incómodo que es usar mascarilla,…

Enfrente Cristina prestaba atención soltando de cuando en vez  alguna mueca de aprobación de lo que estaba escuchando. Entonces, Luis recordó el chiste con el que Cristina lo invitó a unirse a la reunión. Pensó que si hay algo que nunca se llega a olvidar es una pasión. Una pasión nunca se olvida. Así que comenzó a hablarle de contrastes de hipótesis paramétricos y no paramétricos, del test de las rachas que tanto les gustaba para estudiar el funcionamiento de las ruletas de los casinos. Enseguida, por las venas de Cristina comenzaron a circular intervalos de confianza y otros términos estadísticos que provocaron que comenzara a tomar parte en la conversación. El monólogo de Luis se convirtió en un ferviente diálogo entre los dos. La doctora quedó boquiabierta al ver que Cristina estaba reaccionando de forma muy distinta a días pasados con su familia.  Hablaban tan apasionadamente de temas abstractos a sus oídos que de vez en cuando tosía para que supieran que había alguien más en la habitación, pero ellos hacía rato que perdieran la noción del tiempo y del espacio, hasta que una bocanada de realidad los interrumpió abruptamente. – Es tiempo de la comida. – Le dijo la doctora dirigiéndose a Luis que tenía los ojos empapados no solo de sudor. – Mañana me gustaría que volviese a la misma hora de hoy. – Prosiguió. Acto seguido le facilitó una especie de justificante para el día siguiente.

Luis iba divagando por los pasillos del hospital sorprendido de lo fácil y emocionante que había sido volver a ver a una Cristina, ¿amnésica? Estaba orgulloso de dar a ciegas la voz de alarma de la desaparición de Cristina en su momento. En ese divagar por el centro hospitalario se tropezó con su ex mujer hablando con semblante serio con su cuñado Jorge.

Al tiempo Cristina abría el libro que le había dejado Luis por la segunda página, en la que leyó:

“El amor en los tiempos del cólera. Gabriel García Márquez. Cásate conmigo”.


CAPÍTULO XIII (El entierro del estado de alarma)

Clara estaba bajo el efecto de la anestesia del angustioso relato de terror que acababa de leer  cuando la sobresaltó el sonido de su teléfono.  En la pantalla aparecía un número que no conocía. Dudó en descolgar, más que nada porque el reloj marcaba las once y media de la noche. El que llamaba era Luis. Ella permaneció callada, escuchaba al otro lado de la línea distintas versiones que Luis le daba para pedirle perdón por todo el daño que le había causado. Cuando por fin pudo hablar, le dijo que no había motivo para que él se disculpara. Las cosas ocurren porque tras ellas tiene que venir otras. La vida es una función continua (le gustó utilizar un símil matemático con Luis) que para que se llegue al siguiente día tiene que haber un día anterior. Y gracias a su pasado pudo llegar a este presente en el que era feliz, y más ahora que estaba iniciando una nueva relación con un compañero de trabajo del hospital.

La conversación se alargó más allá de una hora. Luis empezaba una nueva fase de su vida, y quería liquidar una hipoteca que su memoria necesitaba enterrar. Fantasmas del pasado que últimamente afloraban en su mente más sensibilizada de lo normal. La conversación acabó con un sentido agradecimiento a Clara por parte de Luis por el éxito de la delicada operación que le había realizado a su hermana melliza, a la que se sentía tan unido.

Una vez que colgó el teléfono, Clara volvió a diseccionar el relato que acababa de leer. Tomó su agenda. Escribió como encabezado “El día que me llamó Luis” y comenzó a hacer un breve resumen de la historia para mantenerla fresca en su memoria.

<<La trama se situaba a principios del siglo XIX. El protagonista se llamaba Lorenzo, un joven que trabajaba en una mueblería de gran prestigio en la zona. Ayudando a su jefe trasladando muebles del sótano a una planta superior, se le resbaló un pesado armario de las manos con tan mala suerte que el mueble acabó aplastando a su jefe.

La pudiente familia del empresario cargo todo el peso de la justicia sobre Lorenzo que fue condenado a cadena perpetua.

En prisión encontró un pasatiempo al resto de sus días en el taller de madera regentado por Salvador, un viejo preso que cumplía una condena condicional. Trabajaba de siete de la mañana hasta la una del mediodía que volvía a su casa.

A Lorenzo las horas en el taller se les pasaba rápido, siempre tenían encargos por hacer. Sillas, mesas y sobretodo ataúdes. Como decía Salvador “aquí siempre hay alguien a quien enterrar”. Los cadáveres recibían sepultura en el cementerio del Castro, al que también llamaban de Los Leprosos. Estaba a escasas dos horas de la cárcel en carro y allí se enterraban los presos, vagabundos e incluso algunos animales que los dueños no querían tirar al río como hacía la mayoría de la gente.

El viacrucis de Lorenzo residía en las tardes eternas, observando de seguido su reloj de bolsillo y fumando un tabaco de pésima calidad que le traía Salvador.

Los días calaban como losas en el cuerpo de Lorenzo cada vez más esquelético.  Salvador que empezó a querer a Lorenzo como el hijo que nunca tuvo, no soportaba ver el deterioro que sufría su pupilo. A ese ritmo no aguantaría ni un año más. Fue entonces cuando Salvador diseñó un plan de fuga para Lorenzo. Consistía que el jueves de esa semana se metiera en un ataúd donde hubiera un muerto. Lo llevarían a enterrar al cementerio de Los Leprosos y después lo desenterraría él a primera hora de la tarde.
El plan de fuga asustaba a Lorenzo. Siempre tuvo pánico a lugares cerrados. Pero aceptó llevar dicha idea a la práctica.
Se pasó toda la tarde anterior en su celda fumando al tiempo que abría y cerraba su reloj de bolsillo.
En la mañana del jueves, Lorenzo se metió en una caja compartiendo espacio con un muerto cubierto por una bolsa de plástico.
Cuando vinieron cuatro funcionarios de prisiones a apuntalar la caja del muerto se sorprendieron que el ataúd pesara algo más de lo normal, y eso que el peso de Lorenzo era más bien tirando a la baja.
Los huesos de Lorenzo fueron testigos de cada uno de los socavones en el que caía el carro tirado por dos vacas destino al camposanto.
Un par de horas después el cuerpo del joven yacía metro y medio bajo tierra. Ahora sólo tenía que esperar a un Salvador para volver a ver la luz del día.
Quería que volase el tiempo, por ello intentó dormir, pero sin éxito. Después, por su cabeza pasaron millones de pensamientos que nunca antes tuviera.
Inmerso en sus cavilaciones, Lorenzo se vio incapaz de controlar la noción del tiempo. Los minutos quizás fueran horas. Comenzó a compartir espacio con la desesperación desesperada. Se preguntaba, ¿cuánto tiempo tardaría Salvador en sacarlo de allí?
Cuando ya no le quedaban cosas en las que pensar, y arriesgando a perder un poco más de oxígeno, ya de por si escaso, decidió encender una cerilla para ver la hora.
Una vez iluminado el fósforo, en la esfera de su reloj vio el reflejo de la cara con la que compartía ataúd, que quedó al descubierto al desplazarse ligeramente la bolsa de plástico que la cubría a consecuencia de los baches.
La cara que se reflejaba en el reloj de Lorenzo, era,…  La de Salvador.>>

Ya era muy tarde. Pero antes de irse para cama envío un mensaje desde su teléfono a Carlos. Ahora tocaba dormir. Seguramente alguno de sus sueños de esta noche compartirían espacio con Salvador, que al final no pudo salvar a nadie , y con Lorenzo, un sol que no volvería a iluminar en el cielo terrestre.

La misa funeral por Armando De La Torre se celebró en un día gris. Sin embargo, por el momento las nubes no amenazan lluvia. La iglesia, un monasterio del siglo XIII, se quedó pequeña. Parte de culpa era por la separación que tenían que mantener los asistentes dentro del templo. Muchos de los que hicieron acto de presencia al no poder entrar, esperaron la finalización del acto, para comunicarles su más sentido pésame a la familia en la salida.  Los dos bancos de la primera fila, adornados discretamente por unas pocas rosas, estaban reservados para los familiares de Armando. El sacerdote, de edad avanzada, hacía imposible evadirse en pensamiento durante su homilía, más bien discurso, pues su quebrantada voz por veces rozaba el grito. Su sermón rompía, en gran parte, con el  protocolo habitual de este tipo de actos. Comenzó a descargar su ira con una feroz crítica contra el comportamiento general de la sociedad que dio la espalda a sus mayores en los momentos más críticos. No dejó títere con cabeza cuando habló de la mala gestión de las residencias para mayores. En cierto momento cuando seguía despotricando dijo: “Nos hemos llevado por delante a unos hombres y mujeres que salvaron a sus familias en el segundo lustro del siglo cuando la crisis ahogaba sin piedad a sus hijos y nietos.” Instante en el que Lucía no pudo contener más tiempo el llanto.

 Acabada la ceremonia, el tema principal entre los asistentes era el discurso del sacerdote.

Los niños Patricia y Carlos correteaban por la plaza que estaba frente a la iglesia, al tiempo que Leonor agradecía a Clara la manera tan exitosa con la que llevó a cabo su operación. Aun no siendo de gravedad, si era muy delicada. A la conversación se unió Lucía, recriminándoles a ambas afablemente el secretismo de la intervención. Ahora, a toro pasado, Lucía casi lo agradecía.

Clara asistió a la misa en pareja. Su relación con Carlos la hizo oficial el Día de la Madre. La sorpresa fue directamente proporcional a la alegría que supuso para sus padres. Consideraban que su hija necesitaba una ayuda externa en su resurgir de ave fénix. Sin duda, fue el mejor regalo que pudo hacerle a su madre en su día.

En otro de los corrillos estaba precisamente Carlos, en donde Jorge comentaba su heroica hazaña de la captura del convicto del hospital. A Carlos no le importaba la exagerada adjetivación que emocionadamente escenificaba Jorge. De hecho, Carlos no dejaba de sorprenderse del desenlace de la fuga, pues en su momento el ocultismo por parte de la policía, dejó que no se supiera casi nada de lo sucedido aquel día en que todo se convirtió en informaciones forjadas en una nula consistencia.

Cristina y Luis quedaron dentro del monasterio. Paseando por los distintos lugares del templo. Cualquier escusa era válida para compartir momentos. Paseaban por el claustro y jugaban a averiguar el número de centros con los que se habían construido cada unos de los arcos. Encontraron alguno de cuatro, incluso de tres y dos centros. Estaban sumidos en una deliciosa amnesia arquitectónica que se precipitaba en una nueva dimensión que ambos querían explorar juntos.

Los mellizos dejaron de correr para acercarse a su madre e informarle que tenían hambre. Leonor les había prometido que si se portaban bien en misa, les iba a hacer su comida favorita: unos espaguetis.  Los devoran ya con la mirada  mientras se cocinan, para después saciar su hambre con dos absorciones. Les pasa con frecuencia, impaciencia a la hora de comer para después quedar llenos con nada que engullen.

El hambre de los niños y un cielo retador de tormenta aceleró el desalojo de la plaza.

Lucía quedó esperando a Cristina y Luis que salían de la mano como unos recién casados por la puerta de la iglesia. Al tiempo que ponían sus mascarillas, Lucía pensó para sí de lo qué sería la nueva normalidad sin su marido.



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